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martes, 28 de agosto de 2018

Fragmentos perdidos

Escuché sus pasos salir, concentrado en ese golpeteo constante, arrastrado como el alargamiento de las notas del piano, en acorde con el sonido de la caricia del aire sobre el fuego de su cabello. Era el ansiar de sus pétalos, y de la voz bajo éstos, y del claro de sol y luna en sus ojos. Recuerdo el imaginar su rostro de espaldas, un rostro apenas visto en el cristal de un aparador, o acaso la cubierta de una vitrina, apenas y lo puedo recordar entre la fantasmagoria de la imagen, del instante en que pude percibir su silueta y el reflejo de sus ojos. Era la imagen negra sobre un cristal quebrado, y aún así era la mujer más bella. No imaginaba el hablar con ella, ni el hablar en sí, en el momento mi mente se ausentó en ella, mis ojos fueron suyos y mi tiempo se detuvo en su andar. Mudo, ante lo más brillante, mi silencio también fue suyo, más no mis palabras, quienes se sentían pertenecientes a ella, y ansiaban por serlo, pero una barrera las impedía. En un momento me alzaba en su inmediato recuerdo y en el rabillo del ojo, y al otro se dejaba tomar y comer por su imagen. La media vuelta mezcló los fragmentos de sueño y realidad, la visión perfilada y evanescente con lo tangible, apenas interrumpidas por el agónico espacio de los centímetros, ciegos de su ser. Entre plata y azul, la franja de dos lunas y dos mares, coronadas por sol del atardecer y bordeados por arena dorada, el mundo se ausentó de mí, y yo desaparecí en la eternidad. Todas las cosas habitaron un instante, y se ausentaron de él, era el evo y el suspiro sonando en la misma melodía, tangibles en la misma caricia, en el mismo toque. En esa espera, ansiosa por su destino, y temerosa por dejar el camino, se abrieron los pétalos, y en el renacer feneció la breve perpetuidad. En una palabra.


Antonio A. Huelgas