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sábado, 30 de septiembre de 2017

Días en el fin del mundo

Rojo era un amanecer cualquiera al final del mundo. Las nubes a los pies de Mar estaban quietas, petrificadas, con las formas infinitas paralizadas en una sola imagen. La casita de madera y piedra reposaba a las orillas del acantilado, las tejas caían de vez en cuando en dirección al sin final. La puerta decorada por un espejo roto hacía tantos y tantos años que ni la propia Mar lo recordaba, y por supuesto nadie más, aunque ya nadie poblaba el mundo. Los cristales se fraccionaban en otros muy pequeños, y esos en otros tantos, y estos, a su vez, en muchos más, y así de manera sucesiva; cada imagen proyectada en ellos era distinta a la otra, aunque todas eran reflejos, más ninguno lo era de una misma cosa.

Tanto en el fin cómo en el principio el mundo estaba desierto, y Mar lo recordaba, pues siempre vio hacia lo bajo desde su casa en el cielo. Recordaba el tiempo en que los vivos plagaron la inmensidad, y otro en que lo hicieron los muertos… y en otro más el hombre. Ya fuera el mismo entre los vivos, o sus obras entre los muertos. No sólo estos, sino otros semejantes tuvieron lugar hasta en el rincón más insignificante del infinito que a diario se mostraba ante los ojos de la pequeña Mar. 

Sus estrellas habían ardido hacía mucho tiempo, y la luz del principio consumiría pronto las nubes. Sin embargo, la vieja choza de Mar se mantendría en pie; esas piedras y tablas  a lo alto del risco en el cielo y se caían poco a poco sin parar, con sus tejas derrumbándose sin final, con un caminito de trozos de esponja y coral que descendían en espiral a la tierra. Debajo las tumbas regían un reino silencioso, inertes, arrastradas por las olas y al viento hacia el atardecer. La playa se inundaba, los granos de arena eran devorados, cavernas que contenían otras tantas de mayores y menores tamaños se inundaban, y así el barro se ahogaba y desaparecía, perdido en la bruma de las profundidades.

Así, entre el brillo de la tarde y las nubes sin fin, Mar vislumbró una estrella, la última de todas, descendiendo con lentitud, sin detenerse, hacia la última luz del último atardecer. La pequeña Mar se maravilló y sonrió como no lo había hecho en tantos evos. Decidió entonces quedarse a observar la Estrella de la Tarde, que navegaba como un barco en ruta directa al fin de todas las cosas, entre la espuma del océano y las brillantes nubes, ondeando el único estandarte que todavía significaba algo. 

Mar observó morir su estrella, y una lágrima corrió por sus ojos. Y todo terminó.

La pequeña regresó a su casa para dormir un poco, al levantarse todavía tendría oportunidad de ver el resto del atardecer, antes de la noche, ya después descansaría para siempre, con una sonrisa en los labios, pensando en su última estrella.




Antonio Arjona Huelgas
30 de septiembre del 2017


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