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Movilización a Memorias andantes

Una necesaria movilización Hace ya un año, con la caída de Google +, decidí trasladar el blog a WordPress, a fin de mantener con vida e...

martes, 11 de diciembre de 2018

Aguas en calma


Suaves mareas golpeaban el costado del bote; subían y bajaban como un susurro, y acunaban la madera como si se tratase de un niño llorando. Calma, silencio palpable, y apenas una tenue voz del viento. Conforme se adentraban en altamar, mejoraba su fortuna. Un buen pronóstico para los jóvenes, pero el viejo Gilberto Manuel estaba desconfiado. Tantos años navegando, y nunca había notado tanta calma en un punto tan abierto del mar, tan lejos de la costa, y también de aguas conocidas. Ninguno de ellos había navegado jamás en ese punto. El capitán de la expedición era joven y confiado, por lo que no temió aventurarse ahí. 

     Las barcas fueron soltadas al mar, aún unidas al barco por sogas, para no perderse; lo que parecía cada vez menos necesario. La intención del descenso, además de bajar para poder pescar un poco y así reabastecerse , era ver si había algún rastro de tierra cercana, quizá hundido, o al menos algo valioso; algún provecho debía tener. Historias de sirenas y tritones eran comunes en las tabernas, más ninguno había visto ninguna en realidad. Tan sólo el más viejo de la tripulación se atrevía a admitir que sabía muy poco de los misterios del mar; muchas cosas que no podía explicar rondaban su memoria: siluetas en el agua con cuya apariencia recordaba a la suavidad de la piel de una mujer, masas que se movían y desaparecían, islas grandes y pequeñas que dejaban de estar cuando se acercaban a ellas; formas humanas y  lugares dónde el agua parecía sonreír, como si tuviese un rostro. Gilberto Manuel, sabía de los efectos de la falta de agua y del hambre, del cruento sol, y de los bancos de peces o los tiburones que a la distancia parecían de mayor tamaño. Había aprendido a no confundirse, sabía que la cabeza y el corazón emulaban voces que no eran reales, así como visiones. Sin embargo, tenía en cuenta que con todo su conocimiento había demasiadas cosas que no podía explicar del mar. La fuerza de las aguas y la tormenta tenían orígenes y razones inciertas, y era lo común; en cambio, la densa niebla sobre la superficie del mar, los sonidos metálicos y gritos que diferían de todo lo conocido, formas con tentáculos, tenazas y mandíbulas... y risas. Tantos misterios de los que era mejor cuidarse. Sus compañeros, algunos viejos, otros jóvenes, iban desde los incrédulos hasta los que creían en las leyendas; más ya en el mar se envalentonaban todos y cada uno, creyeran lo que creyeran, y todos tenían miedo en el fondo. Igual de terribles sonaban los monstruos que las olas gigantes; las sirenas de mortales cantos que la desorientación; entre islas móviles, monstruos de anchísimas espaldas y el perderse en el mar no había diferencia. Las ballenas no se acercaban al hombre, y aún con ello su presencia aterraba. Alguna vez Gilberto había visto a una ballena tan larga como la eslora de un galeón. Así se veía a la distancia. Para él, eso calificaba como un monstruo ¿Cuántas criaturas semejantes p de mayor tamaño se podrían esconder en las profundidades o entre los hielos perpetuos de los extremos norte y sur de la tierra? Los hielos perpetuo... nadie de la embarcación los había visto ni llegaría a verlos, pero las historias surtían efecto en los más osados. Hasta dónde Gilberto sabía, ningún conocido que se hubiese lanzado en tamaña travesía había sido visto de nuevo.

Se sabía ya que la Tierra era una esfera, no obstante ¿No habría cascadas que condujeran a los infiernos? El aspecto del infierno era desconocido, podía ser de fuego o podía estar congelado, o... tan sólo oscuridad y niebla. La Biblia contaba cosas, sin embargo muy pocos sabían leer, y los que lo hacían con soltura eran aún más raros. Gilberto Manuel sabía algunas palabras, y podía leer cartas breves, siempre y cuando las letras no fueran un conjunto de garabatos sin sentido, lo que, de hecho, era lo más común ¿Leer la Biblia? Era demasiado complicado; en las villas había sacerdotes que sabían hacerlo, a los que la mayoría se encomendaba por Fe y desconocimiento del mundo.

El bote avanzaba con lentitud y tranquilidad al ritmo de los remos. El agua parecía de un charco. Un niño que iba a bordo de la balsa pensó en ello e imaginó al barco como una hoja flotando en él, y bajo el agua quieta, un sapo al acecho, este pensamiento lo estremeció.

Vieron una roca que sobresalía, y decidieron acercarse. No fue el único. Unos metros detrás, un gran escollo. Les extrañaba ver roca en ese punto, pero tal vez era signo de alguna isla a medio hundir. Gilberto Manuel pensó en la Atlántida; historias fabulosas de una ciudad hundida repleta de tesoros le dieron ánimos. Aún así estaba preocupado. Al llegar al gran escollo, los marineros observaron algo verde que parecía moverse sobre la piedra. Muchos huecos en las rocas parecían contener esa cosa verde y viscosa que parecía moverse, era probable que fueran algas. Eso dijo uno de los que iba en la barca, no obstante, Gilberto Manuel pensó que si fueran algas tendrían que hallarse en otros sitios, no sólo en esos huecos. El oleaje podía haberlas introducido a los huecos. El defecto en la teoría era que no había oleaje. Los 3 hombres en la barca tenían un mal presentimiento, pero sólo Gilberto habló para decir que no le agradaba ese sitio, y debían irse. Artemio, un joven adulto, se negaba, y criticaba al anciano por ser demasiado temeroso, diciendo que temía a vanas supersticiones. El niño asentía, secundando al joven adulto; le temía, de muchas formas. En cambio Gilberto Manuel insistía.

El chico, queriendo complacer a Artemio, sugirió investigar en los agujeros, pues ahí podía haber algo valioso y rápido de sacar. Artemio deseaba encontrar un tesoro, o al menos un algo por lo que valiese la pena haber ido a investigar el escollo. Decidió hacer caso a la idea del chico, y en sus adentros no pensaba detenerse ahí: si encontraban algo de valor, seguro habría más, y si no, debían seguir hasta encontrarlo. Ordenó entonces al niño, por ser apenas un grumete, meter la mano en uno delos agujeros. El chico sintió miedo. Gilberto Manuel estaba ya muy viejo para llevarle la contra a Artemio y defender el chico, por lo que decidió ofrecerse. Artemio se negó: quería que fuera el niño quién lo hiciese. Gilberto insistió inútilmente. Al final, optó por darle una navaja al muchacho, para que no metiera su mano desnuda.

Acercaron la barcaza. El niño entonces se paró sobre el borde. Tuvo que detenerse de la piedra para para no caer. Estaba temblando de la cabeza a los pies; no era la primera vez que hacía algo así, de hecho hacía cosas más complicadas todo el tiempo, a pesar de ello la idea de caer en esas aguas le producía pavor. Respiró hondo. Detrás, Artemio le gritaba que se apurase. El chico soltó una risa nerviosa; estaba sudando frío. Algo lo tomó del hombro. Sintió un sobresalto. Era Gilberto Manuel, quién lo sostenía para que no cayese.
Se sintió aliviado de que su compañero lo sostuviese. El niño respiró profundo. Se sostuvo con fuerza, y, en un movimiento errático y veloz, hundió la navaja. Al instante su brazo se fue con la navaja en el agujero. Lo verde no era producto de las algas, sino una membrana. Un líquido morado comenzó a brotar de ahí.  El niño gritó con fuerza y sacó la mano al instante, para caer sobre el bote. Artemio lo tomó del hombro para levantarlo y azotarlo. El hombre estaba decidido a que el niño aprendiera a no ser incompetente, así que ya lo tenía agarrado del cuello para la golpiza; y de un momento a otro sus planes cambiaron, pues el agua se agitaba de nuevo, más no en oleaje, sino como una multitud de ondas. Las rocas temblaron, y el mar calmo comenzó a burbujear. Gilberto Manuel supo que había tenido razón desde un comienzo.

Artemio apresuró a los demás para remar e irse. Vapores densos salían de las aguas. El niño y Artemio remaban tan rápido como podían, entonces el segundo entró en desesperación, le dio su remo a Gilberto Manuel, y decidió patalear para dar velocidad al bote. Los demás quisieron detenerlo para que no desequilibrara el bote y pudiera voltearlo. Para su fortuna, y desgracia de Artemio, en cuanto puso los pies en el agua, éstos se volvieron al instante en una masa sanguinolenta. Entre aullidos se alejaron del escollo.

Estuvieron muy cerca del barco, listos para subir a su compañero; creían estar a salvo. Entonces, aún cerca del barco, las aguas seguían vaporosas y burbujeantes. Un sonido ahogado y agudo retumbó. Las piedras por debajo comenzaron a levantarse de horizontal a vertical. La ebullición se tornó en un remolino. Los aterrorizados miembros de la tripulación vieron como dos muros enormes, cubiertos de afiladas piedras, se cerraban sobre ellos a su vez que el remolino los jalaba al centro. Las paredes se cerraron como fauces, y una gran montaña se formó ahí, durante al menos varios días, hasta volverse a hundir en las profundidades.

El barco Santa Catalina, desapareció de la faz de la tierra. Se dice que fue víctima de piratas, más nadie ha encontrado jamás un solo indicio de ello, pues el sitio en el que desapareció, era temido tanto por piratas como por marineros experimentados de armadas de distintos países.

Hay rincones misteriosos en el Océano Pacífico, al igual que en el resto de ellos, dónde, desde hace muchos años, se cuenta suceden eventos misteriosos. La gente los evita, y no faltan valientes que los exploran, pero los incontables desaparecidos superan incluso las ambiciones imperialistas.

Mientras tanto, en las profundidades, hay formas que se retuercen y profieren sonidos agudos...


Antonio A. Huelgas
11 de diciembre del 2018

viernes, 16 de noviembre de 2018

Volando. Cayendo


Me hundía... gritaba y volaba...caía al fondo del cielo. El blanco me jalaba hacia la neblina del éter, detrás azul, y más allá negro y blanco, era esa extensión sin límites a la que había llegado al correr los espejos y deslizarme sobre lo sólido entre lo vasto. No me percaté, hipnotizado por la enorme pista, camino liso hacia las alturas. En algún momento dejé de correr, y me hundí, y me sigo hundiendo. Detrás de mí una bestia colosal y de muchos rostros siempre hablantes, y siempre silentes. Me asfixiaba y deseaba el aire. Estoy en el sin fin (no-final), tras el abanico de cilindros que nunca dejan de girar, me deslizo y caigo y giro y muero y nazco y me retuerzo y se desvanece mi voz. Aire, sombras, luz, mi ausencia; me devoran hacia la nada.
Y... tengo paz. Ahogo, disuelvo y olvido... sereno.   

Antonio A. Huelgas

sábado, 20 de octubre de 2018

El Lugar. Parte 1

Mi barca se llenaba de agua. Ningún ruido. La superficie gris y azulada, estática, aparentaba que al ser tocada las ondas quedarían marcadas, y que algo al caer sobre ella se mantendría sobre ella, sin hundirse pero tampoco flotando. De alguna forma avanzaba, por algún viento el cual no podía sentir; más el frío sí. La vela tenía roturas, y cada vistazo a ella me adormecía y ahogaba. No me sentí molesto, ni asustado, y el miedo en mí no se debía a la vela ni a las aguas, ni a vieja barca ni al ausento aire. Tampoco la noche sin estrellas, ni mucho menos la soledad. Era lo conocido del camino, de ese lugar, y de la sensación que me embargaba. Carente yo, de emoción, de palabras, de pensamientos; éramos tan sólo silencio. Me había dejado la sabiduría y la memoria. Caí en la cuenta que no sabía quién era yo. Me fue indiferente. Lo único que tenía era la sensación de conocer ese lugar, y el miedo que causaba. Tal vez... una señal ¿Acaso peligro? No... el sitio lo era todo. El temor a él no era sino parte de él, al igual que la señal. Recorría el miedo, recorría la señal. El punto y el camino eran la señal ¿de qué?
No hacía más que avanzar, sabiendo que todo había dejado de importar. Avanzaba, de alguna forma. No sentía mi cuerpo, ni lo veía. No lo tenía ¿O sí? Estaba sobre la barca, y ésta sobre el mar. En la frialdad. Escuché una risa, o algo que parecía una risa... no... ¿El lugar reía? No. El lugar no podía reír. Pero... algo decía, se leía en alguna parte; en el ambiente. Quizá no era un lugar.
Vi entonces mi destino. Un círculo gris y negro, a menor altura que el mar, pero, hallábase sobre él. Sin olas ni playa, ni el montículo hundiéndose. Lo supe. El mar, el cielo, todo, incluida la barca y yo, flotábamos sobre el montículo.
La barca tocó tierra, y sin saberlo, sin tener un porqué, bajé.
Supe entonces que tenía un cuerpo ¿Lo había tenido antes? ¿De verdad lo tenía?
No estaba ahí.
Avancé al centro del círculo. Parecía que subía. En realidad bajaba. El montículo era más bien un hoyo, una hendidura. Lo más bajo de todo. El lugar completo se apoyaba ahí. Sin embargo, el círculo era el lugar. En ese momento me supe congelado, perdido. El movimiento se había detenido. El lugar había sido la quietud, y el movimiento. Ahí me envolvía, me tragaba. Las cenizas eran parte de mi, la tierra, y la quietud. No obstante, el lugar no era tierra ni viento, ni agua ni estrellas.
Silencio.
Tal vez.
Lo que había era por el lugar.
Vi mi reflejo en el centro del montículo. Tenía entonces rostro. Una faz destruida, pútrida, con los ojos abiertos, la boca abierta, sin nada en su interior. Vacío.
La mirada perdida en esos ojos tan quietos. Sabía que me miraba en su ausencia. No era un reflejo en el montículo, era un cuerpo. Cadáver observador. Mi cadáver.
Yo era.

Inmóvil. Muerto. Yo era el lugar.
Todo se detuvo (ahí).






Desperté.
Aterrado. Sobre mi cama, helado, sudando de forma tan fría como nunca antes. Mis ojos desorbitados; mi boca abierta, queriendo gritar, sin sonidos que pudieran salir de ella. Tardé un tiempo en descubrir dónde me hallaba. La luz apagada, la ventana y cortinas cerradas. La televisión seguía encendida. Pasaron varios minutos para recordar lo hecho antes de dormir. Veía una película, algo de acción. Me quedé dormido. Todo ello... ¿Fue un sueño? No lo sé, el, el... Lugar. Al soñar no sentía, todo era una... ausencia. Al despertar sentí el mayor pavor que en mi vida hubiera sentido; supe que jamás debía volver ahí. Aborrecía eso... me enloquecía la idea de volver al lugar.

Nunca he vuelto a soñar con el Lugar, y espero nunca hacerlo. 

martes, 28 de agosto de 2018

Fragmentos perdidos

Escuché sus pasos salir, concentrado en ese golpeteo constante, arrastrado como el alargamiento de las notas del piano, en acorde con el sonido de la caricia del aire sobre el fuego de su cabello. Era el ansiar de sus pétalos, y de la voz bajo éstos, y del claro de sol y luna en sus ojos. Recuerdo el imaginar su rostro de espaldas, un rostro apenas visto en el cristal de un aparador, o acaso la cubierta de una vitrina, apenas y lo puedo recordar entre la fantasmagoria de la imagen, del instante en que pude percibir su silueta y el reflejo de sus ojos. Era la imagen negra sobre un cristal quebrado, y aún así era la mujer más bella. No imaginaba el hablar con ella, ni el hablar en sí, en el momento mi mente se ausentó en ella, mis ojos fueron suyos y mi tiempo se detuvo en su andar. Mudo, ante lo más brillante, mi silencio también fue suyo, más no mis palabras, quienes se sentían pertenecientes a ella, y ansiaban por serlo, pero una barrera las impedía. En un momento me alzaba en su inmediato recuerdo y en el rabillo del ojo, y al otro se dejaba tomar y comer por su imagen. La media vuelta mezcló los fragmentos de sueño y realidad, la visión perfilada y evanescente con lo tangible, apenas interrumpidas por el agónico espacio de los centímetros, ciegos de su ser. Entre plata y azul, la franja de dos lunas y dos mares, coronadas por sol del atardecer y bordeados por arena dorada, el mundo se ausentó de mí, y yo desaparecí en la eternidad. Todas las cosas habitaron un instante, y se ausentaron de él, era el evo y el suspiro sonando en la misma melodía, tangibles en la misma caricia, en el mismo toque. En esa espera, ansiosa por su destino, y temerosa por dejar el camino, se abrieron los pétalos, y en el renacer feneció la breve perpetuidad. En una palabra.


Antonio A. Huelgas

martes, 31 de julio de 2018

...Ahora...el halcón vuela solo

...Amanecer. Zumbido. Los oídos se exponen al fuego y al grito una y otra vez entrecortado. Metal y llamas, descargas de miles de brillos atraviesan las nubes, el viento corta los restos hechos jirones, y el planear del halcón le resulta inútil. La cacería de grandes aves le llevó de frente contra un ejército de colibríes y codornices, que se lanzaron a toda velocidad hacia el Rey de los cielos. Y no se rinde. El halcón sabe que debe seguir, no ha viajado tanto para irse con las manos vacías, aunque pueda caer en el intento. El fuego lo envuelve, y lo sabe, pero el calor ni siquiera le quita velocidad. Grita y ruge, arroja todo lo que tiene: descargas brillantes se lanzan a sus adversarios y surge un fénix. El cielo se llena de fuego y humo, más pesado que las nubes de pesada tormenta y el gélido frío. Hielo y nieve y fulgor, agua y relámpagos, miles de espejos en el aire caen y se deshacen, en ellos se ven los rostros de todos los celestiales, y todos los caminos que puede tomar el halcón. El embate se mantiene, el halcón gira en el aire, esquiva el fuego y el impacto de su adversarios, su garra atrapa y destroza los cuerpos de las arpías, su pico y su fuego repelen y cazan a los dragones, cuales serpientes, tal tempestad contra las ramas. De fondo un ruido blanco y el pasar del viento por los oídos, las nubes descienden tal cascadas y dibujan con desordenada libertad, el azul está muy lejos, apenas se vislumbra tras la espesa capa de negro y gris, más en el horizonte hay luz, de un sol eterno, cuyos hilos se arrojan a todas direcciones, y atraviesan la oscuridad, dorado y rojo irrumpiendo en el negreo y el gris, los colores luchan y bailotean, se pintan como en una imagen de miles de pinturas de acuarela, de cuadros perdidos en el tiempo, y en el vacío, entre el danzar del caos, las plumas que caen se pierden en la distancia, hacia un suelo lejano, al que no se puede llegar con vida.
El halcón ha enloquecido y grita de nuevo hacia la multitud, hacia el ejército rival, pues sólo queda el frente a la totalidad de las bestias del cielo, les jura que volará por la eternidad, y jura al sol que hasta su voz hablará con respeto de su nombre, del nombre del halcón.
Las plumas caen y se desvanecen, sus alas arden y se pierden conforme avanza, desaparecen en el viento, se esfuman. Más la descarga del fénix aún cae sobre el ejército de las nubes. Las alas aún se despliegan de alguna forma, el halcón aún vuela. Sus enemigos, aterrados, retroceden. No pueden explicar como tal ave puede mantenerse en vuelo. El halcón alza su voz. Su cuerpo comienza a desaparecer mientras más avanza hacia la luz del amanecer. El aire se baña del negro de las esquirlas, la cabeza tras los ojos de la noble criatura se ha perdido en el rojo y en el brillo, pero el halcón sigue. Metal y fuego convergen en una sola dirección, hacia un solo objetivo, el cual sigue y sigue, gira y asciende y mantiene su vuelo.
Entonces se desvanece. Silencio.
En una mañana nevada, ante un cielo brillante, sobre un telón de colores infinitos que danzan con el negro, la pluma del halcón pinta una escena perfecta, escribe sin palabras sobre un desvanecer. En el brillo y el metal, en el humo y el fuego, se escribe la historia de un halcón, que se desvaneció en el viento antes de dejar de volar.



Antonio A. Huelgas

sábado, 23 de junio de 2018

Andar



Andar entre las voces de los cedros, surcar el brillo que atraviesa las hojas, en medio del pasar de la hoja de un lado a otro, del verde al negro y al blanco, en la danza del viento y del andar de murmullos melódicos, pero disparejos, en ocasiones rompiendo en la disonancia. Tus pasos sobre la húmeda tierra, suaves, al ritmo de instrumentos de viento y cuerda, de movimiento y vibración, y de correr, como el paso del agua que fluye, cuyas notas se cantan en el arroyo y en los mares, desde flautas y zanfonas hasta laudes y armónicas, y no intervienen las percusiones, no aún, sólo hasta el momento justo, pues la base rítmica conforma instantes infinitos entre golpe y golpe, entre nota y nota, en el silencio. Caminas, corres y saltas a la par de las hojas que caen, tus pasos son toques ligeros en la tierra, leves percusiones. Entonces algo vuela, se lanza desde la maleza, y atraviesa el espacio donde las sombras danzan con los haces de luz, al igual que tú, en las tierras que habitan los hijos del Balance, escondidos entre lo grande y lo nimio, a fin de pasar entre la tierra y el éter sin ser observados, ni mucho menos conocidos, ya que los hijos del Hombre no entienden el Balance, dilucidan de su ser, pero nunca podrían conocerlo, a pesar de formar parte de él, al igual que todo. Algo te sigue, corriendo sobre hojas muertas, y sobre hojas vivas, seguido a su vez por algo más. No te das cuenta, porque también sigues algo que nunca está a tu alcance y ni siquiera conoces, sólo persigues un nombre, el nombre que pronuncian los vientos y flota en los arroyos. Lo que te sigue tampoco te conoce, apenas y te ve como algo que necesita, al igual que tú. Te adentras entre los árboles, la tierra besa los pasos, le apasiona tu andar, y sabe que vas al monte. Sonidos de pezuñas y garras, de manos suaves tocando las hojas como si fueran cuerdas de instrumentos antiguos, de alas agitándose con fuerza y delicadeza, atraviesan las ramas y las hojas caídas, recorren la brisa y evaden el brillo, algunos pertenecen a un caminante, otros a Lo que acecha, y otros más Al Que se esconde en el viento y las voces. Hay una pequeña corriendo por ahí, o un pequeño, tal vez se llame Ivette, o Ilán, pasa cerca de ti, más no la vez. Cada uno tiene un camino propio, que de no cruzarse ni siquiera moverá tu vida, pero su sola voz cambia tu ritmo. Es probable que desaparezca, ella para ti, y tu para ella, sin nunca haberse visto, a pesar del camino que uno dejó atrás, por el que el otro pasó sin percatarse. La niña o el niño juegan, no saben lo que hay detrás de ellos, podrían desvanecerse de no tener cuidado, podrían morir ante El que Acecha, o ser atrapados por Aquel que todo desea poseer, más no se dará cuenta de nada, y si lo hace puede que se entregue y deje de caminar, o sufra el saber de su destino. Sin embargo, tu y el otro corren hacia lo vasto, y danzan al ritmo del Tiempo y del Fin, y éstos solo siguen la ruta del Pasar, y todo viaja en el Flujo, y es parte de él, pues el Flujo precede y prosigue al Todo, lo Eterno y lo Infinito recorren el Flujo, al igual que todo lo demás.  Avanzas entonces, por ríos y arroyos, por hielos y selvas, saltas el fuego, incluso ardes en él, o lo tomas, sólo para mantener tu paso, sin darte cuenta de dónde estás. Sabes que no te puedes detener, las cosas permanecen , pero no se detienen, la Muerte y la Vida armaron, sin saberlo, un orquesta para el Equilibrio. En ese instante, ese momento en que alcanzas la cima, te percatas del camino transcurrido, crees que te detienes a contemplar la vista, el pasado, aunque sigues avanzando sin saber. Atrás ha quedado El que acecha, y Aquel que todo desea poseer, te has salvado de su mano y sus colmillos, quizá Ivette o Ilán tengan la misma suerte, pero ¿Cómo saberlo? En tu andar has completado los pasos necesarios para iniciar la travesía, ahora sientes la naturaleza de las cosas, el pasar del mundo y de cuantos mundos puedan haber. Dejas la ofrenda, y ofrendas tu camino para poder seguir andando. Ahora eres un nómada, eres parte de los Nómadas de Irín, y estás listo para unirte a ellos y recorrer la Gran Tierra. Recuerda que los nómadas son las únicas personas que deciden seguir la dirección del mundo, sin perder su propio camino, su propia libertad. Nadie más en la Gran Tierra entiende lo que los Nómadas de Irín, no como grupo, pues los Nómadas comparten su camino, pero saben que todos tienen su propio camino, que no es y no puede ser de alguien más. Recorren así, en grandes caravanas, al paso que dicta la voluntad del mundo y de sus voluntades, cuales tocan a la misma melodía. Cualquier persona, del pueblo o la raza que sea, y de las más variadas naturalezas y principios, puede seguir a los nómadas mientras quiera entender el principio del pasar, del viaje que todo cuanto hay emprende.; y entre los nómadas hay personas de toda clase y credo, compartiendo lo que creen, pues toda creencia, al existir como tal, es parte del Árbol del Principio y el Fin, y por ende del Flujo, el cual es conocido en realidad por el Balance, también llamado Equilibrio, y por nada más. Has de saber que hay voces lejanas y desagradables, y otras cercanas y cálidas, y ambas viven entre los nómadas, puesto que saben y escuchan, resisten y se dejan llevar, debido a que saben del principio de las cosas, más ninguna cree conocerlo en realidad, en consideración de las posibilidades que puede alcanzar el humano. Así, al haber pasado la prueba en el Bosque de los Árboles silbantes, o en las orillas del Río del espejo blanco, en dirección al Monte de los dioses ocultos, o de la Montaña de las hojas que susurran, o de cualquiera de los sitios rituales por los que atraviesan los nómadas, ahora eres un Nómada. Recuerda que entre Nómadas no se nombran como Nómadas de Irín, pues es el nombre con que los pueblos de la Gran Tierra los han bautizado por la antigua leyenda de su origen. Eres un Nómada, no un compañero ni un amigo ni un hermano, eres alguien que comparte la travesía, y has decidido seguir andando como un nómada, sobre la tierra y en el brillo, en los vientos y en los mares, y sobre los hielos, para nunca dejar de andar, entre las voces de los cedros...



Antonio A. Huelgas
18 de Junio del 2018

jueves, 10 de mayo de 2018

Noche de Walpurguis, noche de relámpagos



“Aquella noche de Walpurguis... la recuerdo muy bien, cada que se da la fecha siento que la vivo una vez más. Imagino los relámpagos a cada momento, con cualquier cosa, hasta con el ladrido del perro. Nunca antes había escuchado tantos relámpagos en un mismo segundo, y todos cayendo en el mismo sitio, cómo si los cielos hubiesen ido de cacería.
Hm ¿Me escucha usted amigo? Suena a locura, pero yo bien sé lo que vi esa noche, también lo vio mi hermano Alfonso, sólo que era muy pequeño aún, era el menor de nosotros antes de que nacieran Conchita y Sergio, los demás se quedaron en casa por miedo a que les cayera un rayo, y también lo vio aquel tonto que vive con los Pineda, en ese entonces era apenas un muchacho, igual de tonto que ahora. También mi padre, aunque ahora está muerto, ya en ese entonces era viejo; y ese extranjero Meyer, no sé si el infeliz siga vivo, podría asegurar que siempre supo más de lo que dijo ¡Aún estando a punto de caerse! ¡Je! Sólo por su gusto de andar tomando tanto whisky, y mezclarlo con tequila para sentirse bienvenido; algunos extranjeros hacen eso para creer que son parte de aquí. ¡Je je je! Pero ese Meyer tenía los huevos muy bien puestos, y de más joven era como un diablo. La última vez que lo vi, hace unos 3 meses, era apenas un viejo loco que nomás decía pendejadas a cualquiera que tuviera la paciencia de oírlo por más de dos minutos ¡Mire nomás! Si mi madre me oyera decir estas cosas seguro se escandalizaba, mi padre era el único al que le permitía decir chingaderas, y estaba en su derecho, era mi padre. Nunca lo calló, aún después de que casi se mata tras haberse tomado media cantina ¡Chlk! Mi padre era un cabrón, y ni aún así pudo aguantar lo que vio allá. Escuche, y usted también señorita, en el rancho no andábamos con esas cosas del Walpurguis, chingada palabrita no la había escuchado hasta que llegó aquí Meyer. El cabrón no llegó solo, iba con un grupo de migrantes de allá de Europa, en esos años cuando se les vino el conflicto más fuerte. Aquí acabábamos de pasar la Revolución, y el Tata Cárdenas ya andaba recibiendo a esos Europeos... gachupines, franceses, ingleses, judíos... yo no sabía que habían tanta variedad de cabrón allá, hasta que llegaron. Esos parientes de Meyer, o amigos, no sé, no venían de España, ni de Francia, ni eran gitanos, Don Alberto decía que eran judíos alemanes, pero tampoco era así. Esos cabrones no venían de ninguna parte, se mezclaron con los españoles y los judíos, y armaron caravana pues ya ninguno tenía ni casa ni tierra ¡Hasta me dio tristeza! Y usted bien sabe lo que hicieron esos gachupines. Disque ahora resulta que no tanto, que también los ingleses, y los franceses y los holandeses, y después los alemanes que hasta sacaron a los judíos, y me contaba mi sobrino que hasta los japoneses. En serio que las personas son muy malas de verdad. No sé si Dios nos hizo así o si las personas son tan pendejas que siempre se tragan siempre las mentiras del Chamuco ¡Está cabrón!
Pero ya ni sé nada, lo que mi padre vio cuando fue a investigar... nunca lo había visto tan blanco ni tan callado; y eso que el estuvo en la Revolución peleando para Villa y para Zapata, era un hombre duro, alguien de a de veras cabrón. Creí que se iba a morir cuando lo vi. Pensé que había visto al chamuco... nunca nos platicó que vio. Murió sin decirle nada a nadie. Creo que a veces lo extraño ¡Je! No era de esos hombres quesque cariñosos, él no se andaba con mariconadas. Igual se murió sin decir una palabra, en sus últimos días sólo hablaba en sueños, y decía unas cosas que ni quiero recordar. Al final ya estaba todo loco y pendejo, con una mirada de orate, y siempre parecía solo, aunque estuviéramos todos con él. Mi mamá se había muerto algunos años antes, se enfermó y petateó, y valió madre. Tuvimos que cuidar a mi papá, entre mi esposa, mis hijos y yo. Fue difícil.
Esa noche... recuerdo haber trabajado en el campo ese día. Nuestro rancho era pequeño, justo, era todo aquello por lo que mi papá peleó. Él ya no trabajaba mucho en esos días, aunque siempre intentaba hacer cosas en la casa. Ese día vi jugar a Alfonso con unos de esos extranjeros de no sé dónde, estaba muy contento, pero mi mamá lo hizo meterse pues no confiaba en esas gentes. Yo creía que exageraba, y ahora sólo pienso que nos salvó. Esos chicos jugaban con baratijas extrañas, y sus ojos a veces se veían de un color muy negro, pero sólo unos segundos, después se volvían como los de todos esos güeros, azules o verdes. Esos niños no parecían niños, y a veces lo parecían demasiado.Suena raro, pero se veían tan como niños que parecían falsos. Como una mentira muy bien contada, algo tan lógico y tan bien hecho que no puede ser de verdad, algo tiene que estar mal con eso, y estoy seguro que algo estaba mal con ellos.
Siempre pensé que era por lo que habían vivido. Se contaban cosas muy turbias de lo que pasaba en Europa, y de lo que había pasado. Todavía en aquel entonces las ciudades se la pasaban en chinga; las fábricas estaban siempre trabajando, al mero tiro de pistola. Al principio se sintió fuerte como la gente se iba a la ciudad, pero creíamos que regresarían. Me equivoqué. Con los años esto se abandona, hay más máquinas y menos manos. Pero sí, esos chiquillos daban miedo.
Meyer siempre fue un poco más apartado de los suyos, por sus padres que querían alejarse de todo eso cuando llegaron aquí, y por él, que tuvo hijos con Rosita, una chiquilla de por aquí. Su familia fue numerosa, 7 hijos, y a todos les prohibió juntarse con los suyos; siempre trató de juntarlos con la gente de aquí. Casi le sale bien el plan, sólo le falló Ana Luisa, la menor de sus hijas.
Cómo me acuerdo de Ana Luisa, creció aquí y parecía muy sana. Hasta que encontró el diario de su bisabuelo. Después de eso cambió mucho, tanto que ya ni se le reconocía. Se aisló cada vez más de la gente, hasta que desapareció hace cosa de 13 años, en una noche de tormenta, un 30 de Abril. Algunos dicen que su casa ardió por completo, que se quemó hasta que no quedó nada. Aunque algunos dicen que nunca vieron ni una sola brizna, ni un chispazo, que la casa se hizo cenizas de la nada ¡A saber! Nunca se halló el cuerpo de Luisita, se esfumó, al igual que todas sus cosas, como si nunca hubiese estado ahí. Lo más raro es que poco a poco la gente comienza a olvidarse de ella, aún sus familiares y sus amigos más cercanos. Algunos dicen que nunca hubo una Luisita, que todos son cuentos ¡Pendejadas! Yo la recuerdo, recuerdo todo muy bien, pero ya todos son muy coyones como para querer acordarse...
Tal vez sea lo mejor, hay cosas que mejor no acordarse. Pero la Luisita que desapareció no era la misma Luisita que se fue al momento de crecer. Esa Luisita merece ser recordada, de la otra... quizá ni siquiera mencionarla.
Los parientes de Meyer hablaron mucho esos días de su fecha especial, lo mencionaban a cada rato. Parecía algo muy importante para su familia. No sé, pero desde varios días antes habían hecho caminatas al cerro, unas parecían muy simples, no era raro que la gente de por ahí hiciera eso. Lo extraño eran las caminatas nocturnas, y que aún en las diurnas trataban de ir solos ahí. Evitaban a toda costa el con cualquier persona de la comunidad, y si alguien trataba de seguirlos lo perdían con facilidad, aún siendo muchos, como si se desvanecieran. Nadie nunca me causó tan mala espina como los parientes de Meyer.
Algunos hablaron de cadáveres de animales encontrados por el cerro, de fogatas en las que se echaban cosas extrañas, otros de personas desaparecidas. Esas cosas no eran tan raras en esos días, ni ahora, pero más en los días previos a esa noche de Walpurguis. Recuerdo una vieja curandera que vivía a unos cuantos kilómetros del poblado, nunca le presté atención hasta después de esa noche. La intenté ver al día siguiente, junto con otros 6, pero la señora se negó a abrirnos, sólo dijo que esos cabrones habían hecho algo en serio muy malo. Ella también desapareció un año después, también un 30 de Abril. Su casa parecía haber sido atacada por algo enorme, algo con mandíbulas enormes y muchas garras.
Recuerdo la tarde antes de que pasara todo eso, las cosechas habían sido muy abundantes, y siempre lo fueron después de ese día. Terminamos de trabajar algo tarde, debíamos aprovechar esa suerte que estábamos teniendo. Regresé cansado, queriendo sólo descansar. Dormí un rato, pero algo me despertó en la noche. Entonces todo comenzó.
El cielo nocturno se iluminaba a cada momento con todos los rayos que caían. Sin lluvia, sólo relámpagos. Nunca había visto tantos en una misma noche, y la mayoría caían en el cerro, más en lo alto de este. Eran tantísimos, nunca antes me había asustado una tormenta. Salí a ver que pasaba, aunque mi mamá me dijo que no saliéramos, prohibió a todos salir. El pequeño Alfonsito y yo fuimos los únicos en salir.
Entonces, en medio de los relámpagos, se escucharon muchos gritos y gruñidos desde lo alto del cerro.
Mi padre salió de la casa cargando su pistola y su machete; varios de los de por ahí salieron también, entre ellos el tonto de los Pineda y a ese Meyer, el muy loco movía la cabeza y murmuraba como si supiera lo que pasaba, también llevaba un arma, un fusil. Mi padre me ordenó que me quedara con Alfonsito, mientras el y Meyer iban al cerro a ver que pasaba. Los gritos le hicieron creer que alguien necesitaba ayuda, más porque estos iban en aumento. Se oía el ladrido de los perros por todas partes, a todo furor, aullidos de lobos a lo lejos, las vacas, gallos, gallinas y puercos chillaban como si los torturaran.
Las luces de todas las velas se apagaron al mismo tiempo, y nadie lograba prender una sola chispa. Ahí, en la oscuridad absoluta, interrumpida por los muchos rayos, me quedé esperando a mi padre y a Meyer, mientras abrazaba a Alfonsito. El pobre lucía tan asustado que parecía que no estaba ahí, como si le hubieran sacado el alma ¡Pobre Alfonsito! Al crecer le tenía pánico a las tormentas. Mi madre decía que él había visto algo que yo no era capaz, algo moviéndose en la noche, entre los rayos y la punta de los cerros. En ese momento creí que así era, pues Alfonso se quedó mirando al cielo con la cara blanca, como con un susto que nunca antes le hubiese visto. Lágrimas salían de sus ojos, y yo no entendía que le pasaba.
Se oyeron entonces varios disparos. Parecía que más gente se había unido  a la cacería organizada por mi padre.
Se escucharon gritos y más disparos, tantos que parecía que no tendrían fin. De pronto, muchos relámpagos cayeron en el mismo sitios. El cerro se iluminó, se vio algo que ardía en lo alto, y en distintas partes. Todos los relámpagos cayendo en un mismo sitio, el fuego ardía en los bosques aledaños.Se oyó una especie de rugido muy fuerte, o tal vez un sonido parecido al de un ferrocarril, pero mucho más alto.
Entonces el bosque empezó a arder. El ruido aumentó su fuerza.
En ese momento creí ver una enorme sombra elevarse hacia los cielos, una cosa deforme que se mezclaba con la tormenta. Se oyeron muchos gritos, como si una multitud estuviese siendo torturada. Varios rayos cayeron al mismo tiempo en el mismo lugar, varias veces, formando un círculo. En ese momento escuché varios llantos.
Los rayos no se detuvieron para cuando mi padre y Meyer volvieron. Ambos estaban blancos, tan pálidos como nunca los llegué a ver, estaban sucios y cubiertos de cenizas. Meyer tenía sangre en su pantalón, mi padre iba sin su machete, después de enteré que tampoco le quedaban balas, al igual que a Meyer.
Recuerdo al tonto de los Pineda reír sin parar, como si estuviese poseído por algo, como si supiera algo más.
Nunca hablaron de lo que vieron allá arriba esa noche. Tan solo escuchar lo que decían en sueños me causaba escalofríos. Ni mi padre ni Meyer volvieron a ser los mismos nunca, se volvieron huraños y distantes, y en las noches de tormenta siempre se escondían, a veces, si era noche de Walpurguis, lloraban en silencio.
Todos los familiares de Meyer desaparecieron esa noche, nadie nunca los volvió a ver, y no quedó rastro de ellos. Las casas dónde habían vivido se quemaron en ese incendio, al igual que sus cultivos y los árboles de la zona. Nada ha vuelto a crecer ahí desde entonces.
Nadie quiere recordar nada de esas personas, quieren pretender que nunca estuvieron aquí,y tal vez hagan lo correcto.
Ahora no sé como aguanto las tormentas, no tras esa noche. Ahora que lo pienso, la última vez que vi a Meyer fue un 30 de Abril. No quiero pensar en ello. Ya no está mi padre, creo que ni siquiera está Meyer, sólo ese tonto de los Pineda, y para mí que ese más bien se ha pasado una vida haciéndose pendejo. No creo que sea tonto de verdad, creo que sabe muchas cosas, a veces veo en el la misma mirada que tenían los parientes de Meyer. Me aterra que ese demente siga vivo, a veces observa mi casa en la noche, mi esposa no se percata, ni Conchita, que vive junto a nosotros, pero ese tonto nos vigila. Lo he visto correr en la noche, y hacer muchas caminatas al cerro, a esas tierras desoladas; también suele visitar esas ruinas de las casas de los parientes de Meyer, y hace rituales y cosas raras ahí. Lo peor es que varios sujetos lo siguen y acompañan en su excursiones.
Quiero irme de aquí antes de abril. El otro día creí ver una enorme sombra recorriendo los cielos, y soñé con el tonto, parado en medio del campo, en la noches, con relámpagos  a su alrededor, y una sombra a su espalda, y reía como aquella noche. Últimamente sueño mucho con ello, y me preocupa, he observado mucho las nubes estos días, hoy será una noche de relámpagos.



F I N

Antonio A. Huelgas
10 de Mayo del 2018

jueves, 3 de mayo de 2018

Abandono

Caída la noche, no pude evitar mirar la Luna en lo alto, cuan brillante era que lastimaba mis ojos el mirarla así. Nunca antes había visto una Luna tan brillante, en la soledad de la noche, en la soledad de mi camino, en medio de los campos, abandonados hacía tanto tiempo, a pesar de que el trigo seguía con su vida, ahí dónde ya no estaban quienes le habían dado una categoría tan alta. Los humanos se habían ido, pero el trigo seguía creciendo. Era tan cómica la forma en que esa pequeña semilla se había burlado de nosotros durante tanto tiempo.
Estoy perdido, no sé si quiera continuar con este ritual, fue una promesa muy ingenua de mi parte, una decisión que tal vez no lleve a nada, y no sé si es más probable que lo haga o no lo haga. Necesito cierta respuesta antes de proceder, y ésta me evade una y otra vez, cuando estoy cerca de alcanzarla, tan cerca, al punto en que hallarla parece inevitable, creo llegar, lo doy por hecho, casi canto victoria, y se va.
Algo pasa que me separa de ella. Cierta parte de mi confía en el éxito de lo que pretende en cuanto obtenga esa respuesta, en cuanto esté lo suficientemente cerca. Sin embargo no pasa.
Aceptar seguir con el rito fue una ridiculez, pero no me quedaba nada más que hacer, nada más que mantenerme con vida e intentar avanzar, aunque ya no tengo nada más.
La plaga me dejó vivo, por una razón que no entiendo y ni siquiera conozco. Vago, doy pasos continuos sobre una línea, otrora un camino. Apenas puedo creer lo calmado que está todo.
Esta es la fecha, es el día, y creo nunca haber sentido calma semejante. Por aquí hay unas ruinas antiguas, en medio de ellas hay un altar a la Luna, rodeado por piedras en honor al campo. Ahí me debo dirigir, estoy muy cerca. Si el rito es real, si funciona, se tendría que haber hecho mucho antes, ahora no sé para que continuo. Quizá aprecio mucho la vida, tal vez le tema a la muerta, o tan siquiera conservo la esperanza de encontrar a alguien vivo, o de que la vida vuelva a emerger de la tierra y el mar, que un milagro divino me conceda la presencia de alguien más. Las escrituras antiguas dicen que ese alguien es la Diosa. Si están en lo correcto, por lo menos ella podrá arroparme, acompañarme en mis horas finales, salvarme de la soledad.
Llego al lugar y enciendo una hoguera. Las ramas arden pronto, los leños son tardados, es tan rápido que hacen que mi tiempo usado en recolectarlos parezca un chiste. La ofrenda está en su lugar, ardiendo. Me quito la ropa, y, desnudo, me dirijo al centro del círculo. Empiezo las oraciones, tomo el cuchillo y vierto mi sangre en la roca, en el altar. También la esparzo por el interior del círculo, y por su límite, sobre el fuego, formando una espiral. Dibujo a continuación las formas, las runas, los pequeños símbolos, sin moverme de dónde estoy, sin detener los cánticos ni las oraciones. Al terminar, me recuesto sobre la tierra y veo las esferas celestes a lo lejos, miro las infinitas estrellas, y observo la Luna. Es tan bella, parece sonreír, me sonríe a mí.
Quiero cerrar los ojos, la Luna me envuelve, me protege bajo sus rayos. Puedo descansar, pero debo mantener los ojos abiertos, hasta el final.
Escucho entonces las voces, creo que el ritual funciona. Escucho una voz en particular, es la voz de la Diosa, me ha mirado desde que comencé a caminar, y ha visto mi sacrificio. Siento un abrazo muy estrecho, la tierra me abraza, el fuego me brinda su calor; la Diosa me susurra y me abraza. La vista se me nubla, y ella me dice que lo he logrado, que acepta mi sacrificio. Es la señal que buscaba, ahora puedo descansar.
En los brazos de la Diosa, bajo la mirada de la Luna, he dejado al fin de estar solo.

F I N
Antonio A. Huelgas
1 de Marzo del 2018

martes, 1 de mayo de 2018

Noche de hogueras



“¡Hay hogueras!”, gritaba el niño. “Hay hogueras en el bosque! Allá en lo alto del monte”. El chico era de apenas 9 años, era el hermano de en medio de una numerosa camada, más el mayor de ellos se había ido hacia mucho tiempo,para unirse al ejército apenas cumplida la mayoría de edad. Ahora, el cargo de los demás estaba en las manos de una chica de 13 años, una niña de 13 bajo el cargo de 12  hermanos, pues sus padres los habían abandonado durante la primavera anterior.
“¡Hay hogueras! Miren que grandes son”, gritó uno de ellos, un chico gordo de seis años, cuya habilidad robando y acaparando comida lo había llevado a ser el mejor alimentado de todos ellos.
“Miren cuán espectaculares, seguro yo podría hacer unas más grandes de tener la ayuda adecuada,alguien hábil a quién dirigir, y no a ustedes ¡Inútiles! ¡Perdedores!”, dijo uno de los mayores, un chico de 11, quién le seguía en edad a la mayor, la cual no dijo nada.
“¿De qué estás hablando? ¡Estúpido asno!”, el chico que le seguía en edad al anterior, de 10 años, tomó una vara y le pegó a su hermano. El otro respondió el golpe, y de un momento a otro estaban rodando por el suelo. Los niños gritaban, mientras una pequeña de 6 años apilaba unas monedas que había reunido entre robos y limosnas, estaba absorta en su pequeño tesoro, hasta que sus hermanos llegaron rodando a ella. Entonces se levantó apresurada, recogiendo con cuidado sus monedas, y, antes de poder darle una patada a sus hermanos en el piso, vio como las llamas en lo alto de la montaña crecían y crecían, hasta que una especie de bola de fuego salió despedida hacia lo alto del cielo.
El gemelo de la niña de las monedas vio con gracia lo que le había sucedido, y de no ser por la bola de fuego, que casi lo hace resbalar del susto, se habría tirado a burlarse de su hermana gemela, quién siempre coleccionaba todo y se llevaba todo, y tenía todo cuanto el chico quería tener, pues siempre acaparaba las cosas más interesantes, y le quitaba las monedas que tanto le había costado conseguir.
La mayor entonces, trató de reunir a sus hermanos para llevarlos de regreso a su cabaña en el pueblo. Estaban cerca, pero el camino atravesaba el bosque, y en ese momento se hallaban todavía entre los negros y frondosos árboles. La chica recordaba su encuentro con el hombre de negro hacía ya varias jornadas, aún en invierno, recordaba sus ojos profundos, su cuerpo, tan fuerte y sólido, su voz grave y melodiosa, casi podía revivir el sabor de sus labios, y su toque, justo el momento en que él había bajado la mano por su abdomen, y había bajado más y más, hasta llegar a su interior, y de ahí... prefirió dejar de pensar en ello. Sabía que había incurrido en el pecado, y que nunca, jamás en toda su vida, debía pensar en eso. Ella debía ser fuerte por sus hermanos, y debían mantenerse en el lado del bien a fin de que sus hermanos no cayeran en las tentaciones del demonio.
Apresuró entonces el paso, tanto que, casi al llegar al final del bosque, se percató de la falta de uno de los pequeños, uno de 7 años, cuyos pasos eran lentos, y sus ganas de caminar, o en general de hacer algo, siempre eran muy pocas. Alarmada, la hermana mayor indicó a los chicos que continuaran hacia su hogar mientras ella regresaba por el pequeño.
Así la chica emprendió el regreso en busca de su hermano, mientras los demás seguían el camino a casa. Sin embargo, en el camino, la pequeña de las monedas tiró una de éstas por accidente, y también a causa de que su gemelo le había estado pisando los talones, esperando que así pudiese hacer que se le cayeran sus monedas. La moneda rodó hasta un árbol, fuera del camino, en la entrada a la espesura del bosque.
Ahí, un pequeño animal peludo y de color negro, tomó la moneda de la pequeña, y salió corriendo de regreso a lo profundo de la noche.
Sin más que hacer, la niña se negó a perder su moneda, y emprendió una carrera en busca del animal. Detrás de ella, su gemelo corrió también, de modo que pudiera quitarle la moneda a su hermana.
Así, los mayores discutieron acerca de quién debía ir a buscar a sus hermanos, y sin poder llegar a un acuerdo, ambos emprendieron la búsqueda, y ordenaron a los demás continuar.
Detrás de ellos, ese chico gordo que acaparaba la comida, tuvo la idea de volver por el camino, en busca de ricas bayas entre los arbustos. De modo que a la casa llegaron sólo 6 de los niños, los otros 7 seguían en lo profundo del bosque, mientras las llamas de las hogueras ardían con mucha mayor fuerza.
El chico gordo se internó demasiado en la espesura, buscando sus preciosas bayas y comiendo y comiendo sin parar. Entonces creyó ver algo rojo en el suelo, su color era muy intenso y brillante, parecía una baya, y debía ser deliciosa. Entonces se agachó para tomarla, pero, de repente, una mano negra pareció surgir del suelo, de dónde salía la baya. El niño perdió el conocimiento.
Los gemelos corrieron sin parar, una detrás de su moneda, y el otro detrás del objeto de su hermana, persiguiendo al pequeño animal. Sin embargo, en medio de la carrera, cuando los niños estaban cerca de alcanzar al animal, una sombra los envolvió.
Los otros dos hermanos corrieron hasta encontrarse con una cueva, ahí creyeron que podían haberse caído los gemelos. Vieron a la entrada de la cueva un tronco, el cual bloqueaba el paso. Así, los chicos creyeron que sus hermanos habían quedado atrapados al interior de la cueva. Ambos se apresuraron a mover el tronco, pero sus conflictos causados por la falta de humildad de uno, y de paciencia del otro, al intentar cada uno de arrastrar el tronco por su lado, provocó que les cayera encima.
Ambos chicos trataron de liberarse, pero fue inútil. El pesado trozo de madera les impidió ver la figura femenina encorvada que se movía al interior de la cueva.
La mayor de los hermanos, perdida en el bosque, buscaba sin éxito al pequeño, del cual no había rastro alguno. Mientras caminaba, creyó escuchar un crujir de hojas al fondo, detrás de muchos árboles, en medio de la profunda oscuridad. Un susurro se oyó en esa distancia, ahí dónde crujían las hojas. La chica se apresuró, pues creyó que tal vez era su hermano, que se había lastimado de alguna forma. Sin embargo, al correr sólo pudo notar como el ruido se alejaba, a lo profundo del bosque, hacia lo alto del monte. Ella corrió y corrió sin parar, siguiendo el ruido, que pensaba que provenía de su hermano, que por alguna razón se adentraba más y más en el bosque, seguramente huyendo de algo, ya que el chico no hubiera corrido de esa manera si fuese una travesura o estando perdido. Seguro algo lo perseguía.
Entonces, después de correr por un largo rato, la chica vio una figura familiar: un hombre encapuchado, vestido por completo de negro, de voz grave pero suave, grave y melodiosa, casi podía ver esa mirada profunda de ojos negros, y un halo blanco y rojizo a su alrededor. Escuchó entonces que la voz decía:
“Ya viene, pronto despertará. Todos entregaron lo que podían entregar, sólo faltas tú”.
La chica se aproximó poco a poco, entonces distinguió un brillo al fondo. Estaba por llegar a lo alto del monte, a la hoguera.
La voz sonó una vez más:
“Ya viene, dentro de poco regresará”
Algo se aproximaba, la chica volteó, esperando ser atacada, más lo que vio fue mucho peor. El hermano perdido, ese sin ganas de caminar o de esforzarse en algo, se arrastraba con la fuerza de sus brazos, de la cintura para abajo no había nada.
La chica gritó, y se apresuró para ayudar a su hermano, el cual también tenía un aspecto gelatinoso en sus músculos, como si en ellos no hubiera huesos. Entonces, detrás de la maleza, aparecieron los gemelos. La niña lloraba, pues decía que no podía tomar sus monedas. La pequeña lloraba en el suelo, tratando de tomar sus monedas, pero sus manos era apenas dos muñones. Su hermano también lloraba, ya que no podía ver, su cara había perdido el brillo, y sobre su nariz sólo había 2 huecos muy negros. El chico quería llorar, pero tampoco tenía lágrimas. Los gemelos lucían muy pálidos, a pesar de tener heridas en los brazos y las piernas, éstas no sangraban.
Apareció el niño gordo, ahora delgado como un palo, su esqueleto se veía bajo su piel, que ahora lucía tan delgada como el papel. El chico vomitaba, pero no había nada en su estómago, ya ni siquiera tenía estómago, quién sabe que vomitaba.
Por último, aparecieron los dos mayores, quiénes caminaban perdidos. La chica vio con horror como el mayor de ellos caminaba cayéndose por todas partes, pues algo le faltaba para pensar y para ver, una cabeza que faltaba, y de alguna forma el cuerpo seguía caminando.
El otro corría y lloraba, no tenía voz, ni palabras, como si lo hubiesen silenciado. Tampoco tenía brazos.
La mayor de los hermanos chillaba aterrorizada, veía a sus hermanos incompletos, casi descuartizados, y se preguntaba si todo ello era una pesadilla. Cuánto quería que lo fuera.
Apareció el hombre de negro, y ella lo siguió al interior del círculo de fuego. Al llegar vio a una anciana estirando algo con una piedra, algo suave, de poco tamaño, una forma que se plegaba a la mitad y terminaba en una línea horizontal, algo que todavía decorado por unos zapatos rotos.
“Eran muy pequeñas ¡Ji ji ji! Las tengo que alargar”, decía la anciana, casi atragantándose con algo
Del otro lado, una mujer más joven, de unos 18 años, reía y bailaba alrededor del fuego, desnuda, al igual que la anciana. Ésta joven cantaba en una lengua extraña, tal vez muy antigua. Alrededor, un grupo de mujeres trabajaba con diversas cosas, unas cosían trozos de cuero, otras calentaban algo rojo en estufas, y otras más acomodaban huesos de modo que formaran una estructura parecida a la de un esqueleto.
A los alrededores, figuras de hombres enormes cuidaban la hoguera, y unas cosas, figuras humanas a las que les faltaba algo, bailoteaban con torpeza. A su vez, llegaban a la reunión cabras de cuernos enormes que se paraban como si fuesen personas, también enormes ranas y sapos, unos del tamaño de perros, y otros tan grandes como leones. También parecía vagar en los alrededores un gato negro tan grande como un oso, o incluso más.
También algo negro sobrevolaba el área, algo tan grande como un caballo, y de alas tan anchas como las de una carroza.
La mayor de los hermanos lloraba, y aterrorizada preguntaba una y otra vez: “¡¿Porqué sigo aquí?! ¡Porqué sigo aquí!?”.
El hombre de negro, después de dejarla llorar por un rato, le respondió:
“Tu me diste lo que tenías durante el último invierno, diste lo que debías darnos, ahora tu y tus hermanos forman parte de nosotros. Y tu eres la más privilegiada”.
De un momento a otro, las mujeres jóvenes y ancianas arrojaron todo aquello en lo que habían trabajado al fuego. Entonces la hoguera ardió con mucha mayor fuerza. Algo pareció brotar de la tierra, y algo más pareció caer del cielo, uno parecía como hecho de humo, y el otro como de niebla.
Un  brillo intenso salió de la hoguera, y una figura humana, sin cabello, con piel del color de la ceniza,  cuyo rostro parecía muy familiar, salió de entre las llamas. A su alrededor parecía formarse un halo.
Entonces se oyó la voz del hombre de negro:
“Ha llegado”.

F I N

Antonio A. Huelgas
30 de Abril del 2018