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Una necesaria movilización Hace ya un año, con la caída de Google +, decidí trasladar el blog a WordPress, a fin de mantener con vida e...

viernes, 29 de diciembre de 2017

Los colores del horizonte

Conforme avanzaba el horizonte cambiaba, transmutaba sus formas, su principio, sus colores. En un lugar el azul profundo casi negro se cernía sobre mi cabeza, más abajo el morado, después violeta, azul cielo, otro más claro y un turquesa, después una leve franja de verde muy claro, blanquecino, a continuación amarillo y al final blanco entre el descenso del sol y los suspiros de la tierra. Sólo la voz del sol yacía a la vista, no su fuerza, no su forma, nada más que el color de su aliento y su mirada tapada por edificios, árboles y montañas. Esos tonos eran especiales, únicos, parecían contener todo color que pudiese haber, cada escena que pudiera darse sobre la tierra, cada historia, y al tiempo guardaba la presencia de las más grandes maravillas del cosmos, visiones infinitas de lo perenne y lo vago, lo eterno y el instante cambiaban y permanecía, morían y nacían al tiempo  que se reducían y crecían. El viento calmo apenas y arrullaba las hojas más viejas, con suavidad, un cierto cariño dado por la brisa, una caricia que nadie más otorga. El sonido pareció enmudecer, el ruido de los autos y la ciudad pareció detenerse, el murmullo de las ramas, de las hojas de lo alto, lo demás fue silencio. Mis pasos inaudibles, sutiles, evitaron interrumpir tal escena, ni profanar la tranquilidad. Mi respiración se detuvo, el viento y mis pulmones acordaron no asfixiarme, con el fin de contemplar los colores del horizonte. El suelo mismo estaba confabulado.
El tiempo quiso detener su caminar, y apenas logró hacerlo un instante.
Después retomé la marcha, y tuve que arrepentirme, pues los colores ocultos del cielo habían desaparecido.
Los sueños del sol y las ensoñaciones del cielo eran de nuevo lo escondido para el mundo, cuyas visiones son ciegas frente a lo recóndito del más allá. Así la hora dorada, la hora mágica encierra un secreto que para mí sólo se ha revelado una vez.
Busqué desesperado para ver de nuevo esos colores, pero el descenso del sol impidió que tales colores se vieran por segunda vez. Nunca más los colores del horizonte serían tan sublimes, tan brillantes y sutiles, ni tan frágiles. Ahora entiendo porqué los egipcios solían pensar que Atum, dios primero creador de todas las cosas y parte esencial de ellas, era simbolizado por el atardecer. Sin embargo ningún atardecer, ni el más bello de todos, semejaría los colores del todo, mostrados ante mí en y por un instante, un paso entre pasos, en el silencio absoluto cuando el sol muere.

Antonio Arjona Huelgas
29 de diciembre del 2017

sábado, 2 de diciembre de 2017

Memorias entre Paso Ancho y Camino del Viento



En mi vida he viajado y estado en múltiples lugares, desde lo alto hasta lo ancho del globo, y es curioso pues, de hecho, nací y pasé la infancia en un pueblo llamado Paso Ancho, nunca entendí su nombre de niño, no por completo, más nunca importó, no demasiado, me fui de ahí al concluir mi adolescencia y jamás volví. Después fui a dónde el viento me llevó, por todas partes y por ninguna, ya que nunca residí mucho tiempo en un solo sitio, no sentí en momento alguno que perteneciera a un determinado lugar, sólo seguí los dispersos granos de arena. Ahora, al final de mis días, tras miles de viajes y miles de millas recorridas, por segunda ocasión y más sorprendente que la primera, resido en un antiguo paraje conocido cómo Camino del Viento.
No llevo mucho tiempo aquí, no obstante creo sentirme como en casa, tal vez porque en realidad no estoy en ninguna parte, estoy solo, como siempre me resultó natural estar. No exagero, hace poco murió el último habitante de este pequeño rincón constituido por tres casas y una vieja posada entre montañas, sin actividad económica estable, pequeños cultivos y algunos, más bien pocos, animales que cazar. Antes de venir aquí supe siempre el tipo de sitio que tenía que buscar, lo que debí haber hecho hace tanto, y cómo debía terminar todo.
Debí hacer esto hace tanto, más nunca es tarde, además, los viajes valieron la pena, conocí tantas cosas, vi el mundo y más allá, creo que fue necesario para descubrir tantas cosas. Aparte, no creo que Camino del Viento se hubiese vuelto mi hogar en otras circunstancias, aún con sus características actuales, hace una década no era un sitio tan olvidado, eso no implica que yo estuviera viejo en ese entonces, tengo la creencia, tal vez infundada, tal vez no tanto, de que soy así desde que nací. Si creyera en la reencarnación diría que llevo demasiado tiempo y demasiadas vidas en este mundo. Bien, todo acabará pronto, espero, a lo mucho en uno o dos años, es probable que antes, las enfermedades son impredecibles. El caso es que tarde o temprano moriré ¡Que novedad!
Lo importante es que me encuentro bien.
A veces, cuando veo a Isis volar, recuerdo mis días de juventud, cuando salí de mi pueblo natal, empecé a conocer el mundo en la gran ciudad. Por cierto, Isis es un águila que domestiqué hace unos años, aprendí cetrería con el difunto dueño de la posada, era un anciano agradable que al morir no dejó nada más que la posada, que heredé al ser el único que podía hacerlo. Aunque no creo que alguien más hubiese querido. Ya pasaron varios años de eso, más no tanto, después de todo Camino del Viento es un lugar perdido, de paso, repleto de viejos y muertos vivientes, también es donde todas las cosas terminan. ¡Ah! La gran ciudad, lugar de paisajes grises y coloridos, de riqueza y pobreza, de costumbres y creencias ajenas a lo conocido, de mentiras y verdades, y de una verdad en particular, una certeza: que no pertenecía a ninguna parte.
Al igual que en mi Paso Ancho confirmé varias cosas, algunas esperadas, otras no, reglas extrañas en un mundo siempre relativo, siempre fugaz:
1. Todo es fugaz.
2. Soy viejo.
3. Todo termina, todo se desvanece.
4. La muerte siempre está por delante.
5. La amistad no es eterna.  
6. La vida es frágil en todo sentido, en distintos aspectos, y se juega con cada suspiro, a cada instante.
7. Estamos solos, al menos yo lo estoy.
8. No hay hogar. Yo no tengo uno.
9. Todas las cosas llevan una lápida encima, y a veces conviene escribir con antelación un buen epitafio.

Paso Ancho era un título bastante irónico, la geografía del pueblo era más bien la de un pequeño cuadrado, y el origen del nombre se debía a que durante la fundación del pueblo, Paso Ancho era un camino muy transitado, un paos obligatorio en el camino, en cuya entrada se hallaba una casona que servía de posada, taberna, administración de recursos y comercio local y punto de reunión entre los habitantes de las escasas chozas que constituían la comunidad. Tal sitio era dirigido por un hombre llamado José Sancho “El Ancho”, de ahí el nombre del sitio. Otros decían que se debía a que el camino que atravesaba el lugar era el más ancho de la región. Nunca me gustó ese lugar, vivir ahí era asfixiante, el tiempo parecía morir ahí, y todo carecía de sentido. Otra curiosa ironía está en el origen de Paso Ancho, el pueblo donde nací se relaciona mucho con mi vida ¿Quién lo hubiera dicho?
El paso a la gran ciudad era inevitable, necesario. No era raro este anhelo entre los habitantes de Paso Ancho, de ir a la aventura que eran las grandes ciudades, fueras a la que fueras, incluso aunque se tratase de una ciudad pequeña. La mayoría regresaban espantados de la vida citadina, de la cantidad de personas y, en un caso particular, de la inmoralidad de los capitalinos. Yo aspiré a la capital, de hecho, el único lugar lo suficientemente grande para mi, la única opción real para mi ambición. Sin embargo, la ambición es solitaria, y muere al final, siempre lo hace.
No me decepcioné por completo de la capital, ni repudié sus valores, en cambio noté la clara diferencia entre mi y los demás, aún en un lugar tan grande y con tan amplia gama de carácteres, de formas de ser y pensar. De hecho enfatizaba mis diferencias. El golpe inicial se dio a causa de mi talento para recrear las emociones de los otros en mí, en mi cabeza y corazón, incluso lo hacía sin percatarme. La gran ciudad me enseñó a controlar mi capacidad. No obstante, hay habilidades que son... inútiles, en resumidas cuentas. Lo son en tanto que los otros no las poseen, la ventaja se vuelve insuficiente, se convierte en desequilibrio. Claro que no todo lo puedo achacar a otros, el incesante muro entre yo y los demás generó una falta de confianza en mi y en los otros, mi cualidad se transformó en mi punto débil, el no tener un uso práctico ni a otra persona que la compartiera provocaron en mí una falta de fe en mi y en el mundo.
Los errores que tantas veces cometí por tal condición, las personas que lastimé, agravados por la desconsideración y el abandono por parte de los otros, aspecto mismo que empeoró ante lo primero. La desvaloración de una persona hacia otra en relación a la falta de fe y confianza conllevan ciclos de venganzas pasivas que acaban destruyendo cualquier vínculo si tan solo uno de los involucrados reacciona de forma incorrecta, y si las distintas partes lo hacen... el resultado es obvio. No importa quién comience ni quien termine, sepultar a la gente en vida es labor en la que hasta el sepultado es responsable.
A pesar de ello, siendo honesto, ser una isla en un mundo continental siempre es inconveniente, el rechazo entre ambos es parte de la vida, lo normal. Esto lo aprendería al dejar la gran ciudad, todavía con cierta esperanza de lograr encontrar mi lugar en el mundo, negando aún mi ser, mi realidad.
Entonces me embarqué a otros continentes, en busca de algo que nunca supe definir con exactitud, tal vez era el hogar, quizá la compañía, o más bien, sin saberlo, ansiaba el equilibrio, el silencio, en la soledad. No niego que en aquel entonces conociera conceptos como el del ma, propio de los orientales, más nunca lo había entendido a profundidad. La comprensión real de las cosas no yace sólo en la sapiencia, sino en la emoción, en la experiencia, y aún así requiere algo más, que muy pocas veces ocurre. 
Vagué de un sitio a otro durante varias décadas, en ningún sitio logré quedarme mucho tiempo, lo que no implicó evitar el regreso a tierras ya caminadas, no impidió ver amaneceres conocidos, y otros nuevos en sitios conocidos. Inclusive regresé a la gran ciudad algunas veces. Al ver a viejos camaradas llegué a convencerme en distintas ocasiones que no necesitaba a nadie, la incomprensión por parte de otras personas y el eterno espacio entre ambos nos apartaba, la pared era el vacío bajo el cual había quedado sepultado. Más el viento todavía llegaba a dónde estaba, y hablaba conmigo, el viento solitario fue siempre el amigo más fiel, el más leal, en cierta medida era como yo.
Creo que soy un eterno Ulises, sin hogar por llegar, sin Ítaca al frente ni por venir, he ido por el mundo y por el mar rodeado por acompañantes pasajeros, todos y cada uno, aún quienes en su momento pensé que estarían conmigo hasta el final de la travesía. Pero aún en un final idílico, rodeado por los semejantes, por los camaradas más cercanos, familia su mayor sentido, los últimos instantes para cualquiera serían solitarios.
La sociedad, la propia naturaleza humana, han hecho creer en una conclusión distinta, los vínculos del día a día, todos dieron forma a la más bella ilusión, a la perfecta utopía vivida a cada momento, al estar frente a nuestros semejantes. Sin embargo no es brillo sino velo, una cubierta, una máscara, produce la ceguera y el quitarla crea un vacío. Quizá por ello las personas creen en un Dios, o en dioses, la idea reconforta, da esperanza, un ideal nacido entre la imaginación, el pensamiento y el colectivo, entre la luz, la muerte y el olvido, cuyo objetivo es ir contra lo natural, lo propio de la conciencia, del ser.
Resulta en una imposición de la naturaleza humana sobre la naturaleza del ser, tal vez el único auténtico atisbo del espíritu humano.
A veces sentí dolor ¡Tantas veces! Más encontré en la soledad, en exiliarme de la compañía de las personas, la verdad, el alivio y la paz. Algunos somos solitarios, tenemos mayor relación con el ser que con el humano, desde el momento en que nacemos ya somos exiliados en tierra extranjera, tierra perdida, tierra extraña, la tierra de los hombres.
En la que nunca seremos bienvenidos.

En ciudades extranjeras aprendí varias cosas, herramientas útiles, algunas en la práctica y otras más bien como reserva. El pilotaje y la navegación me dieron minutos adicionales, horas en las cuales pensar sobre todo, respirar, y dejar callar mi mente, desvanecer las voces del pasado y el tormento. Entonces, en mi vejez, dejando tras de mi éxitos y fracasos, encontré Camino del Viento.
La mayúscula en la palabra viento era curiosa, no rara entre los pueblos, simbólica, era como escuchar una nota conocida pero que nunca me había percatado de ella. Entre apenas una veintena de personas en medio de cerros y montañas, en alguna parte de una isla en un vasto océano, con las águilas a mi alrededor y el sol y las estrellas sobre mi frente. Ahí descubrí la soledad auténtica.

¿La soledad pesa? ¿Duele? A veces, en momentos es fría, congela, en ocasiones dura y afilada como un sable, te destroza, y en instantes es suave, cálida, silenciosa, pacífica, y más aún, cuando es completa y auténtica, es reveladora.
Mis viajes por el mundo trajeron aprendizajes, inclusive experiencias bellas, no me arrepiento de ninguna de ellas, a pesar del dolor implícito en cada una. No se puede vivir de otra manera, supongo.
Más el saber, ese cual suspiro, cual flama, ese verdadero saber, sólo puede hallarse en uno mismo, en el camino propio. Ahí la soledad no tiene igual, el aislamiento para quienes somos solitarios en lo más profundo de nuestro haber trae siempre una revelación única, tal como nuestro interior.
Cabe diferenciar por tanto, entre la soledad y el abandono. Por segunda vez me remito al principio del ma, el espacio entre dos objetos, la paz, no, el equilibrio reside ahí, sólo en el es posible encontrar la verdad. El silencio es la soledad, mientras que el abandono es el ruido de voces ausentes, el despedazamiento de la persona, cuando somos divididos y dejados entre los otros y uno mismo.
La emoción, la amistad, el amor entre hermanos, entre amigos, son de las cosas más bellas que hay, y no sé si también el amor entre amantes, en pareja, entre un otro y un mismo, pues nunca lo experimenté. No es que nunca estuviese con nadie, más nunca al hacerlo experimenté un auténtico amor. Los espíritus solitarios nunca lo conocemos en verdad, a pesar de los intentos de tantos por engañarse a sí mismos. Por mi parte la soledad en mi marca, mi santo y seña, algo en mí.
Camino del Viento me enseñó, me dio claridad, después de todo era mi propio camino, y la conclusión del mismo. Sus habitantes eran viejos o marginados, más bien personas que se exiliaron a sí mismas del mundo, para vivir fuera de la dicotomía entre el caos y el orden. La mayoría no sabíamos con exactitud porqué estábamos ahí, sólo que debíamos estarlo, y más que un debíamos, estábamos.
Varios murieron antes de siquiera conocer, antes de saber que hacían ahí. Otros más fallecieron al momento de conocer la verdad, y otros más lo hicieron un poco después de ello, preparados para su final. Ya se habían encontrado, y no tenían más que hacer en este mundo.
Ahora estoy por completo solo, nadie más que yo e Isis. Estoy cansado, más en paz, no queda más que esperar el final. Sin embargo en mis últimos instantes recuerdo mi vida y pienso que tal vez haya algo que me faltó por aprender, quizá por ello no muero todavía. Pienso en las personas y el sentido de mi camino, mientras Isis vuela a mi mano, me observa y salta a mi lado, sobre la silla que saqué para sentarme, se coloca en uno de los brazos y me observa, como esperando que la acompañe.
Me siento a su lado, la miro. Sus ojos están fijos en mí, pareciera que sabe lo que siento, podría comprenderme, ella es como yo. Ya tiene sus años encima, aunque todavía le quedan algunos, a diferencia mí. Aunque en estos momentos pareciera que podría morir en cualquier momento, sabe algo, creo que yo igual. Estoy cansado, la visión se me nubla, recuerdos del pasado me invaden, desde mi infancia hasta mi vejez, recuerdos de las personas, memorias solitarias. Moriré antes de lo previsto. La respiración se me dificulta, mi corazón va en descenso, los latidos son cada vez más espaciados, hay enormes silencios entre cada uno. Isis salta sobre mi mano, su peso me tranquiliza, acaricio su lomo, veo lágrimas correr por sus ojos, nunca había visto a un águila llorar.
A pesar de todo me alegra no morir solo. Quizá erré en algunas de mis conclusiones, es posible que los vínculos entre personas nunca mueran en realidad, siempre y cuando existan reminiscencias en la mente, tan siquiera fragmentos de lo que fueron los otros. Es posible que la compañía pueda existir en la memoria, ello contradiría en parte la idea que tengo de la soledad, y de mi ser.
 Mi muerte es extraña, curiosa, creí que moriría solo, pero junto a mi está Isis, quien a cada momento parece decaer, su cuerpo se dobla, los latidos de su corazón también se reducen, no deja de verme. Ya tomó una decisión.
El negro cubre mis ojos, y la mirada de Isis y la muerte se han vuelto todo frente a mi. Al fin podremos descansar, al fin dejamos de estar solos. En mis últimos instantes soy feliz, exhalo el último aliento y muero junto a mi amiga, en Camino del Viento.

Antonio Arjona Huelgas
2 de Diciembre del 2017


miércoles, 15 de noviembre de 2017

Ícaro, el primer ser

En el inicio, alguien miraba el eterno horizonte, el amanecer de todas las cosas. En ese momento no existían los nombres ni las consecuencias tal cual, sólo el atisbo en alguien que se llamaría a sí mismo Ícaro. El mundo fue imaginado, y tanto el objeto como la imagen resultante dieron lugar a nuevas imaginaciones. La relación entre lo existente era difusa, los vínculos fueron imaginados a partir del cómo se alineaban las cosas, de la interacción en relación al ser, el primer ser, entonces, fue Ícaro. Surgió el deseo, la voluntad, y por encima de todo el sueño. Éste último formó a sus alrededores aspectos consecuentes, la realidad y la irrealidad,  que a su vez alimentaban al sueño, de ahí las ideas y la materia. El mundo fue como tal a partir de Ícaro.
Cómo es natural, el dios, los dioses y los seres vivos emergieron conforme el tiempo, la consecución y los procesos lo hicieron con anterioridad, así, su presencia se dio a partir de qué fueron observados en el horizonte por Ícaro. Éste en su contemplación, quiso tocar el cosmos recién existente y, en tanto se fue acercando, tomó forma en el mundo visible, de viento y de alas, también de un núcleo, después del sol, y otras tantas miles más, entre ellas de un ser humano. El hombre que fue se trataba de Ícaro, hijo del arquitecto Dédalo, el ingenioso y astuto constructor del laberinto de Minos.

Los dioses vieron desde lo alto al joven hijo del genio, y temieron, pues en él habitaba una poderosa voluntad, cuál ninguna que hubieran visto, además, el entonces niño parecía no entender ley alguna del mundo, ningún orden, jerarquía y determinación ajena a la propia. Ícaro no pertenecía al mundo.
Los olímpicos con miedo urdieron un plan para reducir al chico.

Poseidón, consultando con anterioridad al Destino, mandó un bello toro como regalo al rey Minos. Dicho animal iba con la misión de seducir a la esposa del rey, además que Afrodita entre sombras hechizó a la mujer para que se enamorase del toro. Tal cual lo habían planeado, la reina copularía con el toro tras enamorarse, de tal unión nacería una bestia llamada Minotauro.

El rey, a riesgo y a sabiendas que, de alguna forma, el monstruo mitad hombre y mitad toro fuera en verdad si hijo como tantas veces le juró su esposa, decidió encerrar a su hijo en un sitio adecuado para encerrarlo, para no verlo jamás, y que, no obstante, darle sacrificios para que se pudiese alimentar. La obra en cuestión, el hogar de la bestia, sería un laberinto cuyos planos fueron designados a Dédalo.

Al terminar el trabajo, Minos, a fin de resguardar el secreto y ante el rumor de otra infidelidad por parte de su mujer con el arquitecto al punto en que se decía que ésta mujer era la madre de Ícaro, mandó a encerrar a Dédalo y a su hijo en el laberinto, en un calabozo cuya salida daba a un solo camino: un mar tempestuoso adornado con afiladas rocas, sin posibilidad de un descenso seguro.

Así, los dioses concretaron su plan, y el pequeño Ícaro se mantuvo encerrado en las profundidades.
Ícaro creció en el laberinto, mirando el amanecer todos y cada uno de sus días, deseando alcanzar la luz, y alimentando día con día su anhelo, hasta su adolescencia, cuando su padre construyó una herramienta para escapar.

Todas las mañanas, hijo y padre observaron a las aves, día y noche, gaviotas, palomas, águilas y lechuzas que volaban en los alrededores. Ambos pusieron atención en la forma en que se daba el vuelo, y el hijo tuvo la idea de volar, tal cual la tendría un chico, un niño, un adolescente, influido en especial por el águila, animal con el cual se sentía identificado, pero elevada por algo más. Ícaro conoció la técnica de vuelo de las aves, y se la propuso a su padre. El hombre, como buen inventor, armó unas alas con las plumas de las muchas aves pasaban por la caverna, o cerca de ella, uniéndolas con la cera de las velas. Además, se valió de la minuciosa descripción de su hijo para el diseño y los detalles, y adecuó la idea del joven para deducir las condiciones y el modo para volar.

Así, al amanecer de un día cualquiera Ícaro y Dédalo salieron de su encierro por el hueco que tanto tiempo los había torturado con esperanzas vanas, la inalcanzable luz se volvía una posibilidad. Claro Dédalo sabía que alcanzar la luz era peligroso, el calor del sol derretiría la cera, de igual forma que el mar la disolvería. La advertencia fue dada a su hijo, y el chico la conocía con anterioridad, la deducía por tanto ver el efecto del calor en las velas. Sin embargo, al momento de volar olvidó lo que sabía, su espíritu yacía hipnotizado por el sol.

A pesar de los dioses que se burlaban desde lo alto de la ingenuidad de los prisioneros, y más aún del chico, quién se enamoró tanto del amanecer que se olvidó de sí mismo, y de todo, Ícaro se mantenía en alto, volando.
Los dioses esperaron que la víctima de su maldición cayera, más no pasaba, aún cuando éstos intentaban derribarlo. Ícaro seguía volando.

El fuego del Olimpo no logró quemar las alas ni derretir las velas. En ese momento, el dios único, atemorizado por el fracaso de las deidades decidió intervenir, pues se percató de la presencia de un ser que hasta para él era ajeno, ese era Ícaro. En ese instante todo se acabó.

Las alas ardieron con mayor intensidad que las del propio sol, la cera desapareció al instante, las plumas se desperdigaron por los distintos rincones de la Tierra, y el grito de Ícaro resonó en el alma de todo ser mientras su cuerpo se hacía trizas y el llanto de su padre se perdía en la inmensidad del cielo.

*******

Así fue como Ícaro cayó. Los mismos dioses se apiadaron de su padre, ya que se arrepintieron de su crueldad, aparte tener el alivio de saberse inocentes en la muerte del chico. No por ello se sentían menos aliviados por su muerte. Y pese a todo entristecieron.

El dios único murió por el arrepentimiento, algunos cuentan que se suicidó, otros que desapareció, otros que se encarnó en un humano y fue asesinado, y otros más que el mismo, en cierto modo, también era Ícaro, y al darse cuenta voló en otra dirección.
La única conclusión es que Ícaro murió en el aire, montando los vientos, en pos del horizonte que persiguió desde que el mundo fue tal.

Antonio Arjona Huelgas
15 de Noviembre del 2017

miércoles, 8 de noviembre de 2017

La cueva y el proyector

Ha veces pienso que el mundo es una cortina negra en la que se proyectan imágenes de colores que le dan un aspecto tridimensional, entonces quiero pensar que soy un ave que se metió por error a la extraña sala oscura en se presentan éstas miles de historias, como una sala de cine en la cual se proyectaran a la vez todas las películas que alguna vez se han realizado. Es natural, claro está, que si cada ser humano es una polilla, una termita, un ave o un murciélago atraído al espectáculo y lego atrapado, entonces ninguno de nosotros tendría lugar en el mundo. Quiero que imaginen por un instante la situación, piensen que tal vez estamos demasiado encandilados para recordar que hacemos ahí; el brillo constante aturde, paraliza, transforma, de hecho el juego de reflejos ha causado la idea de superficies mayores a la de la pantalla. Como es lógico, la tela se mancha por el polvo y las pisadas, lo que debería ser una pista de lo que ocurre en realidad, de la verdad, más el efecto resulta contrario: las motas de polvo hacen que la imagen parezca más fina, le dan una mejor definición a la imagen, y los manchones evidencian al tiempo que encubren, ya que brindan ángulos y aristas invisibles en otras circunstancias.
La pregunta, además del asunto de la pertenencia, es ¿Nos corresponde habitar la cueva o salir de ella? ¿Acaso hay algo más que la pantalla y el proyector? ¿O todo lo demás es oscuridad? Por tanto ¿Convendría aceptar la oscuridad o abrazar la luz artificial? ¿Y si más allá de la sala todas las cosas son juegos de luz y oscuridad, y la ilusión entonces es más bien la única realidad?
El símil en cuestión no se limitaría a la realidad material o personal, quizá también en la sociedad, el gobierno y nuestro pensar. Todo lo anterior en su más amplio sentido, en sus diversos matices, en la multitud de aristas.
A veces me imagino, en sueños, como un proyector, un creador de imágenes, de sueños, de ficciones y verdades variadas cuyo origen está en mi auténtico ser. O, recordando al ave, proyecto mi propia imagen para tener dónde navegar, para seguir la luz en el vuelo. Aunque tal vez sólo sea un egocéntrico. De todos modos cabría recordar que seamos lo que seamos, al final acabaremos en el polvo.
Si queremos irnos de ahí, tendríamos una responsabilidad basada en la observación, en la naturaleza de todo. Es posible que nuestro escape esté en las minúsculas motas de polvo, en el colmado polvo, éste material está tanto adentro como afuera de la sala, es el devenir y el porvenir, un desarrollo inacabado, una partícula al aire, después de todo, polvo somos y en polvo nos convertiremos.  



Antonio Arjona Huelgas
7 de Noviembre del 2017

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Caminante

NOTA* Hay un discurso introductorio a la canción Journeyman de Iron Maiden, en la cual Bruce Dickinson menciona que cuando acabe la canción, terminará el viaje. Quiero que tengan ésta idea en cuenta al leer el siguiente escrito.


No hay letra, no hay palabra u oración para el Viajero, siquiera un sonido, un silbido, o tranquilo resonar. Soledad y silencio, plumas cayentes, miradas que se elevan, al eterno cielo.

El infinito es mi relato, la narración guarda la totalidad, y lo que la antecede está más allá. No hablaré al respecto más de lo posible, lo etéreo no se define en las cosas ni el las letras, sólo a través de sí.

Soy el viajero, el caminante, el soñador del Flujo, cuyos pasos nacen en el céfiro y fenecen con el silencio. Mi travesía a lomos de alas plateadas, evitando y moviendo los hilos del destino, ha sido mi sentido desde el amanecer de todas las cosas. Estoy solo, nadie más puede surcar el mismo rayo de sol sobre el que patino, ni siquiera la dama del sol.

No soy nada más que un durmiente, un soñador cuyo ascender y descender hacia la luz da significado a todo, a pesar de no poder significar algo en sí. La oscuridad me precede, y las sombras nacieron de mi andar. No hay recuerdos ni futuro de lo que soy, y mi presenta yace extinto. El tiempo y la muerte son apenas olas de mi océano, y la vida apenas un suspiro en mi huracán. Me aíslo de las dicotomías, me guardo en mis propias contradicciones, soy el viento de la tempestad y el agua profunda del abismo. Poseo el saber, más desconozco las palabras,y, más allá del deseo, sé ello es lo que debe ser. Mis pasos cansados flotan, mi cuerpo reposa en la ventisca, el aire es parte de mi, y obedece mi voluntad, sin resistencia de su parte, ni presión de la mía, siempre hemos fluido al mismo ritmo, de la misma forma, pues naturalezas iguales nos dieron lugar.  

Soy un sueño que ha soñado, apenas un murmullo que supo aspirar. No tengo historia, sólo un viaje, soy viajero y viaje en sí. Lo demás no tiene lugar, no es en realidad, el Todo es en tanto es recorrido, en tanto la nada queda a nuestras espaldas y la muerte al frente. Más la muerte es apenas un paso, una ensoñación, se desvanece como aquellos que la atraviesan.

Detenerme en ocasiones trae la melancolía, y ésta me acompaña a recordar y olvidar, sólo en los momentos de brillo, al hablar con el sol que se desmaya y muere. Todos morimos en las llamas del día y la noche, elevados por las nubes, reposando en un cúmulo, entonces temo a la pluma, al silencio, al vacío, más los deseo, y sé que perviven en mi. Temo no hablar, más trato de no hacerlo, demasiados secretos pueden escapar, y aunque suela abrirles la jaula y darles alas, no hallan reposo ni hogar, vuelan y se pierden en estrellas, se vuelven aves, se tornan mariposas, se desploman al cielo y corren entre el día y la noche. De ello no debo temer, nadie las puede atrapar, y si las sostienen nunca las entenderán, por tanto no las retendrán, solas, vacías, sin libertad. Lo único libre son los secretos y las historias, las personas jamás, no en la vida, no en las cosas ni en los objetos. La libertad sólo existe para el Viajero, más nunca es suya, es el impulso, las alas, pero un soñador siempre es, nunca posee.

La libertad son las alas, la soledad es el vuelo, y cuando arden también arde el soñador, se esfuma el viajero.

Todos los días son el último día, pues no hay más que un solo Flujo, un solo día, que inicia a cada instante. Temo, me aterra, no ser capaz de contar lo que deseo contar, y temo tanto o más hacerlo. Sin embargo, a final de cuentas, puedo elegir en soledad, y decir lo que desee, no hay más verdad ni más ilusión, sólo sueños.




Antonio Arjona Huelgas
1 de Noviembre del 2017

martes, 31 de octubre de 2017

Voces gélidas


Suspiro, viento frío del norte, ruina de los ejércitos, desolación de los pueblos, habitante de las más altas montañas ¡Toma por favor el cuerpo que se te ofrece y permítenos el paso! Que tus garras no corten la piel marginada por tu aliento, ni tu silencio aceche nuestros pasos ¡Oh señor de la Tierra de los muertos! Tu que te escondes entre voces y persigues en el silencio, haz que tu naturaleza maligna caiga sobre otros y no sobre quiénes respetamos tu voz ¡Te rogamos, amo de las voluntades frías e impías! Cumpliremos tu ley, el pacto realizado hace tanto con los antepasados del ser humano, perdidos ya en el abismo del tiempo”


El sacerdote concluyó la oración y el grupo avanzó al interior de la cordillera. Los vientos gritaban, la nieve cubría los alrededores, días antes las tierras al sur de Nin habían sido arrasadas por un cúmulo de niebla, surgido de las montañas por las que ahora los miembros de la compañía debían atravesar, un aire gélido que había arrasado todo, los animales, las plantas, inclusive las construcciones de adobe, madera y piedra se habían transformado en bloques de hielo. Nada sobrevivió.  

Las aldeas por las que pasó la niebla desaparecieron, y sólo los cazadores que en ellas habitaban, pero que habían salido en busca de manadas de venados y búfalos con los cuales alimentar a su pueblo, vivieron para advertir lo acontecido a los miembros de otras aldeas. Eso con respecto a los no desaparecidos.

El resto, la mayoría, tuvieron un destino similar al de las aldeas, o al menos eso se cree, pues no quedó rastro de ellos. Es posible que fueran sepultados bajo toneladas de nieve, o llevados por los terribles vientos que acompañaron el periodo llamado, años después, como “El tiempo glacial de Nin”.

Es cierto que la niebla no arrasó todo Nin, de hecho se limitó a los poblados cercanos a las montañas, más nadie la olvidó. Además, todo se cubrió de hielo y nieve, inclusive sitios áridos y desérticos. Hecho preocupante, o al menos curioso, para cualquiera que posea una mínima capacidad de observación del entorno, o de lógica.  

No obstante, más allá de cualquier lógica, concepto que no es conocido siquiera en muchos de los pueblos que integran Nin, las personas temen el regreso de la niebla, y entre ellos están los curanderos y sacerdotes de la antigua religión de los dioses que habitan la brisa y la ventisca. Ellos propusieron atravesar la cordillera del Kan, dónde se cree que habita el dios del viento helado, y ahí depositarían un sacrificio.

Así, un grupo de sabios y guerreros partieron a las montañas con el fin de calmar la furia del antiguo dios demonio, con el rito y el sacrificio necesario. Más nadie puede tomar el viento entre sus manos, ni retener el sonido más allá de su constancia o del recuerdo, y los aromas brindados por la brisa no pueden ser más que porciones demasiado minúsculas de aquello que las produce; en cambio el viento nos envuelve y nos sostiene. Nuestras voces existen porque el viento las permite, pues las mueve, sostiene, agita o interrumpe. Los sabios y guerreros tenían fe en su sacrificio, y en los dioses del viento, pero ni la fe ni los dioses contienen al viento, es hijo del cambio y la permanencia, y encarna la naturaleza de sus padres.

 El grupo dejó el centro de la cordillera, el cruce entre dos montañas que chocaban entre sí, dónde habían depositado su sacrificio: pétalos de flores, pelo de 7 animales distintos, y las cenizas de un infante.

Confiaban en su ofrenda, creían en la clemencia de su dios ausente, y de todos ellos sólo una niña sería vista por vez nueva.

Los sacerdotes se perdieron entre los laberintos montañosos, los guerreros se fundirían con la nieve y el hielo, y el fuego de sus venas no alcanzaría para alimentar las voces del frío; y al final, los sabios ascendieron demasiado, tanto que el viento frío y siniestro los haría caer en el abismo celestial.

En cambio la niña comprendía los sueños elevados, sabía por sus ilusiones ascender entre huracanes, y tanto el viento gélido y siniestro, como el cálido, disfrutaban de sus paseos imaginarios entre las estrellas, y la guiaban a su gusto, sólo por el placer de ver su sonrisa.
Sin embargo, aún con la frialdad del viento del norte, de su carácter siniestro, de lo mezquino, las ofrendas fueron recibidas, y la niebla de la muerte detuvo su paso.

Pero el blanco tacto se mantuvo sobre la tierra de Nin, el aire y el agua hechos envoltorio, vueltos una gélida sábana, siguieron ahí al menos durante un siglo, y hasta el día de hoy formas tenues, evanescentes, figuras disueltas en la nieve y la ventisca, en la tormenta, al tiempo que la tempestad aulla, se observan en al pie y en lo alto de las montañas, y en una larga fila alrededor de la cordillera, nunca alcanzables, siempre intangibles, siempre distantes, un reflejo entre el blanco y el azul del cielo.



Antonio Arjona Huelgas
31 de Octubre del 2017

jueves, 26 de octubre de 2017

Súbito



Encontré mi cadáver hace tres días. Estaba muy frío ya, los gusanos y cucarachas habían comenzado su festín, y una mariposa negra salía de mi boca. Mi sangre fertilizaba la tierra aún, la sombra se había dispersado, mi carne era casi traslúcida, y húmeda y quieta, ni siquiera las alimañas osaban violar tal silencio, tal quietud, pese a la violación de mis entrañas, continua, sin cese. La lluvia también respetó mi muerte, las raíces de los árboles me dieron cobijo, pues mi asesino fue demasiado ingrato, desconsiderado, sin la vergüenza suficiente para cremarme o darme sepultura ¡Cuánta frialdad!
El sol no dejó la oportunidad de brindarme los buenos días, aún con el arbusto en medio. Al pie del árbol las aves espantaron a los carroñeros. Lobos y osos me observaron con incertidumbre, los zorros dejaron carne para alimentar mi fuerza y los búhos dejaron flores y frutos para que no me sintiera solo.
Mi mejor amiga me halló esta mañana, nunca creí que lloraría tanto por mí. Quise decirle antes, pero fue incapaz de escucharme. Hablé con ella antes de saber de mi muerte, fueron bonitos días, demasiado buenos, me hubiera gustado vivirlos, más yacía pudriéndome, y en cuánto me enteré desaparecí.
Mi mejor amigo reposa bajo el árbol, cómo yo, un extraño tomó su cuerpo y nos dio muerte. Sin embargo, éste último se tiró de un barranco al verme al día siguiente. Supongo que no esperaba hacerlo.
Amé a una mujer que nunca encontré, se perdió en la neblina, y ahora el perdido fui yo en medio del bosque. Espero entienda y no me espere demasiado.
Me siento culpable por mis hermanos menores, en especial por mi hermana, la más pequeña, no volverá a verme entrar por esa puerta nunca mas, se preguntará dónde estoy y no hallará respuesta, al menos hasta que cresca. La vi la mañana ante de hallar mi cadáver, besé su cabeza y me despedí, sin saber que nunca nos volveríamos a ver. No quiero que entristezca, y se borre su sonrisita, es a quién más quiero.  
No me despedí de mis padres, no me escucharon al salir de casa, espero no se depriman tanto como para descuidar a mis hermanos.
Ya no tengo más que hacer, he acompañado a mi cuerpo tres días, no me necesita más, ni yo a él, nos dijimos adiós. Nací durante un amanecer y morí al atardecer, y, cómo el sol, cuál giro astral, debo seguir mi camino solitario y dejar el mundo en compañía de la estrella madre. Sólo queda soñar y esfumarme. Tras de mí la oscuridad, el silencio.



Antonio Arjona Huelgas
26 de Octubre del 2017

lunes, 23 de octubre de 2017

Lo que no es



La guerra no es el peor mal de la humanidad, más bien una consecuencia de éste, o tal vez sólo una consecuencia lógica ante la naturaleza mezquina de las personas, en todo caso resulta en algo contraproducente en la vida de las personas, la naturaleza y la estabilidad social. Se volvió una moda tras las Guerras mundiales, del periodo llamado por algunos como Guerra civil europea, hablar de ella como un cáncer que detiene el progreso, a la fecha. Por otro lado, la crítica por parte de los representantes de la Escuela de Frankfort evidencia que la propia guerra es resultado del progreso y la modernidad, también lo son la burocratización de la vida, la pérdida del valor del hombre en favor del desarrollo tecnológico, la instrumentalización de la vida humana y una decadencia que parece conducir a escenarios distópicos de diferentes índoles; aunque si hablamos de un caso literario cercano a la realidad, cabría mencionar el de Un mundo feliz de Aldous Huxley. Lo anterior parece reforzarse ante la palpable evidencia de que el progreso tecnológico se ha visto favorecido por las guerras, incluso en inventos provechosos para la humanidad que van desde la informática hasta la medicina, inclusive las ciencias sociales que son forzadas a enfrentar realidades contradictorias. Dadas estas características, la guerra podría resultar benéfica para algunos, o un mal menor. A fin de cuentas, a pesar de las opiniones actuales y la ingenuidad de genios como Einstein con respecto a éste problema, parece que ciertas consideraciones de Hegel han sido más acertadas pese a ser a su intención de justificar el Estado prusiano. Así, bajo ésta lógica, pero más en contra de la barbarie bélica, la filosofía benjaminiana ha tenido aciertos significativos.
            A mi parecer, el conflicto parece algo propio del ser humano, la injusticia, la necesidad de someter de forma física, retórica o simbólica, son sólo un elemento más de los humanos. Es posible que lo mejor sea desapegarnos de cualquier identificación con nuestra especie, a menos que tengamos un alto grado de optimismo, ingenuidad o rebeldía que nos permita sobrellevar nuestra condición. Claro, también está la opción de abrazar la realidad, lo que parece una locura, aunque, después de todo ¿Qué no todos cargamos con un poco de ella? Somos humanos ¿no? 
                 Al menos eso creo.
            Di muchas vueltas para ir hacia el punto de lo que pretendo contar, tanto que apenas recuerdo a qué iba, más no lo hice, y no ha sido en balde lo dicho hasta ahora. Los humanos viven en constante contradicción, tanto que la hipocresía y la incongruencia son en extremo comunes, al punto de que todos caemos en ellas, unos más, otros menos, se vuelve algo casi indispensable al socializar. Bien lo dijo alguna vez Freud durante un intercambio de correspondencia con Einstein, tal vez la guerra sea algo natural en el hombre. No lo sé, la propia naturaleza manifiesta caos y conflicto hasta en sus aspectos más elementales. 
             Lo que nos trae aquí, la historia en cuestión, de hecho, nos lleva a la observación de lo natural, o de lo profundo de la naturaleza.
            Todo empezó durante mi infancia tardía, cuándo mis ojos y mente adquirieron la capacidad de ver luces y sombras que yacían en el fondo de las cosas, por así decirlo, como si viera otro lugar con distinta lógica y leyes. Difería notablemente de los efectos de la luz en nuestros ojos, que produce curiosos colores o rastros de luz cuando cerramos nuestros párpados, lo que ofrece un personal espectáculo de luces violáceas o verdosas,  amarillas o rojizas. El sitio al que osé llamar “El Mar de luces” estaba poblado por destellos tan intensos como el sol, con formas semejantes a las fotografías de galaxias o nebulosas tomadas por satélites o telescopios potentes. Cada uno brillaba tal y como si se estuviera parado en el sol, con su brillo envolvente. Todas esas formas refulgían, vibraban, se juntaban y dispersaban, se transformaban y fluían, y… no sé cómo expresarlo con precisión, pero realizaban todos estos movimientos a la vez a través de una forma de movimiento que las intercalaba o les daba… ¿Dirección? O tal vez sólo los unía. Esto ocurría fuera de tiempo, es cómo si cada una de las luces conllevara todas sus posibilidades en un mismo sitio o instante, atemporales en realidad. Cada una tiene su propio “movimiento”, su figura o manera de refulgir, ninguna se repite. De hecho, aunque hablé de las luces como “formas”, tal concepto no haría justicia a lo que eran, a lo que son, y no creo que exista concepto alguna que lo haga.
            En fin, las luces están vinculadas de forma profunda al mundo y todos sus componentes, incluyendo los seres vivos, y por lógica a los humanos. Cada luz se puede vincular a una persona, a un conjunto de ellas, a cosas nanométricas o inconmensurables como el planeta entero, o más allá. No hay un patrón, al menos ninguno que haya podido detectar. Y a pesar de todo “El Otro lado” siempre parece exceder el mundo, a la realidad material. No es que se trate del mundo platónico de las ideas o algo semejante, “El Otro lado” tiene cierta cualidad material, y excede, a su vez, cualquier idea. No sé con exactitud qué sea, ni su razón de ser, aunque es muy probable que nuestro mundo sea en función del “Otro lado”, al igual que las ideas y percepciones. Podría ser una metafísica en tanto que excede todo lo material, pero de igual forma lo abarca, contiene todo lo físico, y esto, todo el universo en el sentido más amplio imaginable de la palabra, es apenas lo  más ínfimo en el Flujo, es menor a la fracción más corta del segundo, de la partícula subatómica, y con ello estoy seguro que sobreestimo al universo.   Lo más cercano al “Otro lado” son, tal vez, los sueños.
            A los humanos les ocurre algo muy curioso, ya no sólo forman parte sin saber del “Otro lado”, los vivos son luces inmóviles que son arrastrados ante el flujo de todas las cosas, en el que el tiempo mismo es una piedra más, mientras los muertos se mueven entre aguas, más nunca contra la corriente. No es posible ir contra el Flujo, todo y todos somos en él. En todo caso, todo ser vivo emana, en ocasiones, una especie de oscuridad móvil. Ésta si puede sortear los rápidos, al igual que los muertos, más a diferencia de estos, las oscuridades devoran la luz, como un agujero negro.
            Los símiles astronómicos han sido sobreexplotados en la literatura, el cine, la música y todo aspecto de la cultura actual, ilusionada por los avances científicos, así como autores aficionados, que, dadas las condiciones, suelen rayar en la vulgaridad y el sin sentido, en exageraciones vanas. No obstante, el uso que he dado de ellas, tratando de no caer en un error común, ha sido necesario, y muy a mi pesar insuficiente.
            Retomando la frase del inicio “la guerra no es el peor mal de la humanidad”, es una afirmación que tiene sentido tras conocer lo que los humanos emanan en “El Otro lado”: oscuridad infinita. Su efecto en el mundo real se manifiesta en el interior de las personas, y siempre ha estado ahí, pues la oscuridad, en este caso, es atemporal. Me atrevería a decir que todas las desgracias tienen una causa material, debido a que en “El Otro lado” no son más que una variación de tono y brillo, pero la oscuridad es la nada, la muerte absoluta.
            Las oscuridades se mueven, extienden y devoran, no viven pero perciben, algunas conocen cosas y susurran y se arrastran entre los hilos del mundo. Los únicos que las perciben y logran mantener distancia son los muertos, pues los vivos estamos inmóviles, inertes en un sueño que nos impide escapar. En lo que llamamos sueños, Hipnos y Tánatos guardan la llave para evadir la oscuridad, no hay otro escape. Aun así el éxito en tal objetivo es poco probable. Tras años de sentir “El Otro lado” conseguí moverme a través de él, y me introduje en una luz errante y gigantesca, de color rojo brillante, atractiva, rastros de miles de colores giraban en su interior y otros dibujaban líneas infinitas, era bella sin lugar a duda, tan bella, tan grandiosa, tan impresionante.
            Sin embargo, su interior, lo más profundo, era el abismo. Millones de muertos habían sido engañados y atrapados, como un objeto en el espacio atrapado por la fuerza gravitacional de un agujero negro masivo, y los vivos habían sido atrapados sin saber en su órbita. El núcleo de la cosa era la oscuridad infinita y eterna, de la que ni siquiera la muerte podía liberar.
            La cosa devoraba la luz, y también se alimentaba de las oscuridades más pequeñas de vivos y muertos. No sé si crecía, ya que no tenía un tamaño tal cual, era infinita por sí misma.
Huí de alguna forma, valiéndome de los muertos, a quienes sacrifiqué en mi ascenso, para no ser atrapado por las sombras. Encontré la forma de valerme de las luces móviles e inmóviles para escapar, por medio de las sombras que yo generaba. La corriente era poderosa, no tuve otra opción. Sacrifiqué más de lo que jamás hubiera deseado.
            Me arrepiento en particular de una, a lo que identifiqué en mi vida, un viejo amigo, una luz conocida, que jamás existió, no tras haber sido arrastrada a la oscuridad. Todo rastro de él desapareció, en su vida, en su hogar, en los recuerdos de la gente, excepto en los míos. Quiero pensar que asimilé parte de su luz, y que esta fracción no desapareció.
            No fue la única persona conocida, pero si la única cercana, contra la que cometí la peor de las traiciones. No quiero hablar de quién era o de quién pudo haber sido, el mundo ha dejado ese lugar desde antes de que hubiera tiempo, y la certeza intemporal se impuso a lo antes sabido. Y nada valió la pena.
            La oscuridad infinita, a la que llamé Silbán por un relato breve que hallé en internet, y que se ajusta a lo que es la cosa, tiene el dominio y la victoria. Poco después de mi exploración funesta, me enteré que la luz de nuestro mundo, en la que todos habitamos, está dominada por una terrible trayectoria, no es más que un títere ciego que se arrastra con lentitud hacia la eterna oscuridad. Me gustaría que el sentido de mis palabras fuese figurado, más todos nosotros nos arrastramos hacia la nada que nació de nosotros y se alimenta aún de nuestro vacío, y al final lo hará de todo lo que somos.
            Ya la guerra o la muerte, o el sufrimiento o las penas del mundo, inclusive destinos tan trágicos como el de la entropía, parecen nimiedades, tan poca cosa en comparación del inevitable vacío, del que sólo el Flujo, un ritmo ciego e inconsciente que no ofrece garantías, nos puede salvar.
            Mi fe en el Flujo es lo único que me queda, haga lo haga aquí o en “El Otro lado”, yo o cualquiera, dejará de sentido si descendemos a la oscuridad, ya que si eso ocurre nos esfumaremos como un suspiro, nuestra existencia fenecerá impíamente, no habremos nunca sido nada, nunca jamás. Entre el ojo y las garras de Silbán la humanidad no fue, el ser no es, y todos somos nada.



F I N


Antonio Arjona Huelgas

23 de octubre de 2017