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martes, 31 de octubre de 2017

Voces gélidas


Suspiro, viento frío del norte, ruina de los ejércitos, desolación de los pueblos, habitante de las más altas montañas ¡Toma por favor el cuerpo que se te ofrece y permítenos el paso! Que tus garras no corten la piel marginada por tu aliento, ni tu silencio aceche nuestros pasos ¡Oh señor de la Tierra de los muertos! Tu que te escondes entre voces y persigues en el silencio, haz que tu naturaleza maligna caiga sobre otros y no sobre quiénes respetamos tu voz ¡Te rogamos, amo de las voluntades frías e impías! Cumpliremos tu ley, el pacto realizado hace tanto con los antepasados del ser humano, perdidos ya en el abismo del tiempo”


El sacerdote concluyó la oración y el grupo avanzó al interior de la cordillera. Los vientos gritaban, la nieve cubría los alrededores, días antes las tierras al sur de Nin habían sido arrasadas por un cúmulo de niebla, surgido de las montañas por las que ahora los miembros de la compañía debían atravesar, un aire gélido que había arrasado todo, los animales, las plantas, inclusive las construcciones de adobe, madera y piedra se habían transformado en bloques de hielo. Nada sobrevivió.  

Las aldeas por las que pasó la niebla desaparecieron, y sólo los cazadores que en ellas habitaban, pero que habían salido en busca de manadas de venados y búfalos con los cuales alimentar a su pueblo, vivieron para advertir lo acontecido a los miembros de otras aldeas. Eso con respecto a los no desaparecidos.

El resto, la mayoría, tuvieron un destino similar al de las aldeas, o al menos eso se cree, pues no quedó rastro de ellos. Es posible que fueran sepultados bajo toneladas de nieve, o llevados por los terribles vientos que acompañaron el periodo llamado, años después, como “El tiempo glacial de Nin”.

Es cierto que la niebla no arrasó todo Nin, de hecho se limitó a los poblados cercanos a las montañas, más nadie la olvidó. Además, todo se cubrió de hielo y nieve, inclusive sitios áridos y desérticos. Hecho preocupante, o al menos curioso, para cualquiera que posea una mínima capacidad de observación del entorno, o de lógica.  

No obstante, más allá de cualquier lógica, concepto que no es conocido siquiera en muchos de los pueblos que integran Nin, las personas temen el regreso de la niebla, y entre ellos están los curanderos y sacerdotes de la antigua religión de los dioses que habitan la brisa y la ventisca. Ellos propusieron atravesar la cordillera del Kan, dónde se cree que habita el dios del viento helado, y ahí depositarían un sacrificio.

Así, un grupo de sabios y guerreros partieron a las montañas con el fin de calmar la furia del antiguo dios demonio, con el rito y el sacrificio necesario. Más nadie puede tomar el viento entre sus manos, ni retener el sonido más allá de su constancia o del recuerdo, y los aromas brindados por la brisa no pueden ser más que porciones demasiado minúsculas de aquello que las produce; en cambio el viento nos envuelve y nos sostiene. Nuestras voces existen porque el viento las permite, pues las mueve, sostiene, agita o interrumpe. Los sabios y guerreros tenían fe en su sacrificio, y en los dioses del viento, pero ni la fe ni los dioses contienen al viento, es hijo del cambio y la permanencia, y encarna la naturaleza de sus padres.

 El grupo dejó el centro de la cordillera, el cruce entre dos montañas que chocaban entre sí, dónde habían depositado su sacrificio: pétalos de flores, pelo de 7 animales distintos, y las cenizas de un infante.

Confiaban en su ofrenda, creían en la clemencia de su dios ausente, y de todos ellos sólo una niña sería vista por vez nueva.

Los sacerdotes se perdieron entre los laberintos montañosos, los guerreros se fundirían con la nieve y el hielo, y el fuego de sus venas no alcanzaría para alimentar las voces del frío; y al final, los sabios ascendieron demasiado, tanto que el viento frío y siniestro los haría caer en el abismo celestial.

En cambio la niña comprendía los sueños elevados, sabía por sus ilusiones ascender entre huracanes, y tanto el viento gélido y siniestro, como el cálido, disfrutaban de sus paseos imaginarios entre las estrellas, y la guiaban a su gusto, sólo por el placer de ver su sonrisa.
Sin embargo, aún con la frialdad del viento del norte, de su carácter siniestro, de lo mezquino, las ofrendas fueron recibidas, y la niebla de la muerte detuvo su paso.

Pero el blanco tacto se mantuvo sobre la tierra de Nin, el aire y el agua hechos envoltorio, vueltos una gélida sábana, siguieron ahí al menos durante un siglo, y hasta el día de hoy formas tenues, evanescentes, figuras disueltas en la nieve y la ventisca, en la tormenta, al tiempo que la tempestad aulla, se observan en al pie y en lo alto de las montañas, y en una larga fila alrededor de la cordillera, nunca alcanzables, siempre intangibles, siempre distantes, un reflejo entre el blanco y el azul del cielo.



Antonio Arjona Huelgas
31 de Octubre del 2017

jueves, 26 de octubre de 2017

Súbito



Encontré mi cadáver hace tres días. Estaba muy frío ya, los gusanos y cucarachas habían comenzado su festín, y una mariposa negra salía de mi boca. Mi sangre fertilizaba la tierra aún, la sombra se había dispersado, mi carne era casi traslúcida, y húmeda y quieta, ni siquiera las alimañas osaban violar tal silencio, tal quietud, pese a la violación de mis entrañas, continua, sin cese. La lluvia también respetó mi muerte, las raíces de los árboles me dieron cobijo, pues mi asesino fue demasiado ingrato, desconsiderado, sin la vergüenza suficiente para cremarme o darme sepultura ¡Cuánta frialdad!
El sol no dejó la oportunidad de brindarme los buenos días, aún con el arbusto en medio. Al pie del árbol las aves espantaron a los carroñeros. Lobos y osos me observaron con incertidumbre, los zorros dejaron carne para alimentar mi fuerza y los búhos dejaron flores y frutos para que no me sintiera solo.
Mi mejor amiga me halló esta mañana, nunca creí que lloraría tanto por mí. Quise decirle antes, pero fue incapaz de escucharme. Hablé con ella antes de saber de mi muerte, fueron bonitos días, demasiado buenos, me hubiera gustado vivirlos, más yacía pudriéndome, y en cuánto me enteré desaparecí.
Mi mejor amigo reposa bajo el árbol, cómo yo, un extraño tomó su cuerpo y nos dio muerte. Sin embargo, éste último se tiró de un barranco al verme al día siguiente. Supongo que no esperaba hacerlo.
Amé a una mujer que nunca encontré, se perdió en la neblina, y ahora el perdido fui yo en medio del bosque. Espero entienda y no me espere demasiado.
Me siento culpable por mis hermanos menores, en especial por mi hermana, la más pequeña, no volverá a verme entrar por esa puerta nunca mas, se preguntará dónde estoy y no hallará respuesta, al menos hasta que cresca. La vi la mañana ante de hallar mi cadáver, besé su cabeza y me despedí, sin saber que nunca nos volveríamos a ver. No quiero que entristezca, y se borre su sonrisita, es a quién más quiero.  
No me despedí de mis padres, no me escucharon al salir de casa, espero no se depriman tanto como para descuidar a mis hermanos.
Ya no tengo más que hacer, he acompañado a mi cuerpo tres días, no me necesita más, ni yo a él, nos dijimos adiós. Nací durante un amanecer y morí al atardecer, y, cómo el sol, cuál giro astral, debo seguir mi camino solitario y dejar el mundo en compañía de la estrella madre. Sólo queda soñar y esfumarme. Tras de mí la oscuridad, el silencio.



Antonio Arjona Huelgas
26 de Octubre del 2017

lunes, 23 de octubre de 2017

Lo que no es



La guerra no es el peor mal de la humanidad, más bien una consecuencia de éste, o tal vez sólo una consecuencia lógica ante la naturaleza mezquina de las personas, en todo caso resulta en algo contraproducente en la vida de las personas, la naturaleza y la estabilidad social. Se volvió una moda tras las Guerras mundiales, del periodo llamado por algunos como Guerra civil europea, hablar de ella como un cáncer que detiene el progreso, a la fecha. Por otro lado, la crítica por parte de los representantes de la Escuela de Frankfort evidencia que la propia guerra es resultado del progreso y la modernidad, también lo son la burocratización de la vida, la pérdida del valor del hombre en favor del desarrollo tecnológico, la instrumentalización de la vida humana y una decadencia que parece conducir a escenarios distópicos de diferentes índoles; aunque si hablamos de un caso literario cercano a la realidad, cabría mencionar el de Un mundo feliz de Aldous Huxley. Lo anterior parece reforzarse ante la palpable evidencia de que el progreso tecnológico se ha visto favorecido por las guerras, incluso en inventos provechosos para la humanidad que van desde la informática hasta la medicina, inclusive las ciencias sociales que son forzadas a enfrentar realidades contradictorias. Dadas estas características, la guerra podría resultar benéfica para algunos, o un mal menor. A fin de cuentas, a pesar de las opiniones actuales y la ingenuidad de genios como Einstein con respecto a éste problema, parece que ciertas consideraciones de Hegel han sido más acertadas pese a ser a su intención de justificar el Estado prusiano. Así, bajo ésta lógica, pero más en contra de la barbarie bélica, la filosofía benjaminiana ha tenido aciertos significativos.
            A mi parecer, el conflicto parece algo propio del ser humano, la injusticia, la necesidad de someter de forma física, retórica o simbólica, son sólo un elemento más de los humanos. Es posible que lo mejor sea desapegarnos de cualquier identificación con nuestra especie, a menos que tengamos un alto grado de optimismo, ingenuidad o rebeldía que nos permita sobrellevar nuestra condición. Claro, también está la opción de abrazar la realidad, lo que parece una locura, aunque, después de todo ¿Qué no todos cargamos con un poco de ella? Somos humanos ¿no? 
                 Al menos eso creo.
            Di muchas vueltas para ir hacia el punto de lo que pretendo contar, tanto que apenas recuerdo a qué iba, más no lo hice, y no ha sido en balde lo dicho hasta ahora. Los humanos viven en constante contradicción, tanto que la hipocresía y la incongruencia son en extremo comunes, al punto de que todos caemos en ellas, unos más, otros menos, se vuelve algo casi indispensable al socializar. Bien lo dijo alguna vez Freud durante un intercambio de correspondencia con Einstein, tal vez la guerra sea algo natural en el hombre. No lo sé, la propia naturaleza manifiesta caos y conflicto hasta en sus aspectos más elementales. 
             Lo que nos trae aquí, la historia en cuestión, de hecho, nos lleva a la observación de lo natural, o de lo profundo de la naturaleza.
            Todo empezó durante mi infancia tardía, cuándo mis ojos y mente adquirieron la capacidad de ver luces y sombras que yacían en el fondo de las cosas, por así decirlo, como si viera otro lugar con distinta lógica y leyes. Difería notablemente de los efectos de la luz en nuestros ojos, que produce curiosos colores o rastros de luz cuando cerramos nuestros párpados, lo que ofrece un personal espectáculo de luces violáceas o verdosas,  amarillas o rojizas. El sitio al que osé llamar “El Mar de luces” estaba poblado por destellos tan intensos como el sol, con formas semejantes a las fotografías de galaxias o nebulosas tomadas por satélites o telescopios potentes. Cada uno brillaba tal y como si se estuviera parado en el sol, con su brillo envolvente. Todas esas formas refulgían, vibraban, se juntaban y dispersaban, se transformaban y fluían, y… no sé cómo expresarlo con precisión, pero realizaban todos estos movimientos a la vez a través de una forma de movimiento que las intercalaba o les daba… ¿Dirección? O tal vez sólo los unía. Esto ocurría fuera de tiempo, es cómo si cada una de las luces conllevara todas sus posibilidades en un mismo sitio o instante, atemporales en realidad. Cada una tiene su propio “movimiento”, su figura o manera de refulgir, ninguna se repite. De hecho, aunque hablé de las luces como “formas”, tal concepto no haría justicia a lo que eran, a lo que son, y no creo que exista concepto alguna que lo haga.
            En fin, las luces están vinculadas de forma profunda al mundo y todos sus componentes, incluyendo los seres vivos, y por lógica a los humanos. Cada luz se puede vincular a una persona, a un conjunto de ellas, a cosas nanométricas o inconmensurables como el planeta entero, o más allá. No hay un patrón, al menos ninguno que haya podido detectar. Y a pesar de todo “El Otro lado” siempre parece exceder el mundo, a la realidad material. No es que se trate del mundo platónico de las ideas o algo semejante, “El Otro lado” tiene cierta cualidad material, y excede, a su vez, cualquier idea. No sé con exactitud qué sea, ni su razón de ser, aunque es muy probable que nuestro mundo sea en función del “Otro lado”, al igual que las ideas y percepciones. Podría ser una metafísica en tanto que excede todo lo material, pero de igual forma lo abarca, contiene todo lo físico, y esto, todo el universo en el sentido más amplio imaginable de la palabra, es apenas lo  más ínfimo en el Flujo, es menor a la fracción más corta del segundo, de la partícula subatómica, y con ello estoy seguro que sobreestimo al universo.   Lo más cercano al “Otro lado” son, tal vez, los sueños.
            A los humanos les ocurre algo muy curioso, ya no sólo forman parte sin saber del “Otro lado”, los vivos son luces inmóviles que son arrastrados ante el flujo de todas las cosas, en el que el tiempo mismo es una piedra más, mientras los muertos se mueven entre aguas, más nunca contra la corriente. No es posible ir contra el Flujo, todo y todos somos en él. En todo caso, todo ser vivo emana, en ocasiones, una especie de oscuridad móvil. Ésta si puede sortear los rápidos, al igual que los muertos, más a diferencia de estos, las oscuridades devoran la luz, como un agujero negro.
            Los símiles astronómicos han sido sobreexplotados en la literatura, el cine, la música y todo aspecto de la cultura actual, ilusionada por los avances científicos, así como autores aficionados, que, dadas las condiciones, suelen rayar en la vulgaridad y el sin sentido, en exageraciones vanas. No obstante, el uso que he dado de ellas, tratando de no caer en un error común, ha sido necesario, y muy a mi pesar insuficiente.
            Retomando la frase del inicio “la guerra no es el peor mal de la humanidad”, es una afirmación que tiene sentido tras conocer lo que los humanos emanan en “El Otro lado”: oscuridad infinita. Su efecto en el mundo real se manifiesta en el interior de las personas, y siempre ha estado ahí, pues la oscuridad, en este caso, es atemporal. Me atrevería a decir que todas las desgracias tienen una causa material, debido a que en “El Otro lado” no son más que una variación de tono y brillo, pero la oscuridad es la nada, la muerte absoluta.
            Las oscuridades se mueven, extienden y devoran, no viven pero perciben, algunas conocen cosas y susurran y se arrastran entre los hilos del mundo. Los únicos que las perciben y logran mantener distancia son los muertos, pues los vivos estamos inmóviles, inertes en un sueño que nos impide escapar. En lo que llamamos sueños, Hipnos y Tánatos guardan la llave para evadir la oscuridad, no hay otro escape. Aun así el éxito en tal objetivo es poco probable. Tras años de sentir “El Otro lado” conseguí moverme a través de él, y me introduje en una luz errante y gigantesca, de color rojo brillante, atractiva, rastros de miles de colores giraban en su interior y otros dibujaban líneas infinitas, era bella sin lugar a duda, tan bella, tan grandiosa, tan impresionante.
            Sin embargo, su interior, lo más profundo, era el abismo. Millones de muertos habían sido engañados y atrapados, como un objeto en el espacio atrapado por la fuerza gravitacional de un agujero negro masivo, y los vivos habían sido atrapados sin saber en su órbita. El núcleo de la cosa era la oscuridad infinita y eterna, de la que ni siquiera la muerte podía liberar.
            La cosa devoraba la luz, y también se alimentaba de las oscuridades más pequeñas de vivos y muertos. No sé si crecía, ya que no tenía un tamaño tal cual, era infinita por sí misma.
Huí de alguna forma, valiéndome de los muertos, a quienes sacrifiqué en mi ascenso, para no ser atrapado por las sombras. Encontré la forma de valerme de las luces móviles e inmóviles para escapar, por medio de las sombras que yo generaba. La corriente era poderosa, no tuve otra opción. Sacrifiqué más de lo que jamás hubiera deseado.
            Me arrepiento en particular de una, a lo que identifiqué en mi vida, un viejo amigo, una luz conocida, que jamás existió, no tras haber sido arrastrada a la oscuridad. Todo rastro de él desapareció, en su vida, en su hogar, en los recuerdos de la gente, excepto en los míos. Quiero pensar que asimilé parte de su luz, y que esta fracción no desapareció.
            No fue la única persona conocida, pero si la única cercana, contra la que cometí la peor de las traiciones. No quiero hablar de quién era o de quién pudo haber sido, el mundo ha dejado ese lugar desde antes de que hubiera tiempo, y la certeza intemporal se impuso a lo antes sabido. Y nada valió la pena.
            La oscuridad infinita, a la que llamé Silbán por un relato breve que hallé en internet, y que se ajusta a lo que es la cosa, tiene el dominio y la victoria. Poco después de mi exploración funesta, me enteré que la luz de nuestro mundo, en la que todos habitamos, está dominada por una terrible trayectoria, no es más que un títere ciego que se arrastra con lentitud hacia la eterna oscuridad. Me gustaría que el sentido de mis palabras fuese figurado, más todos nosotros nos arrastramos hacia la nada que nació de nosotros y se alimenta aún de nuestro vacío, y al final lo hará de todo lo que somos.
            Ya la guerra o la muerte, o el sufrimiento o las penas del mundo, inclusive destinos tan trágicos como el de la entropía, parecen nimiedades, tan poca cosa en comparación del inevitable vacío, del que sólo el Flujo, un ritmo ciego e inconsciente que no ofrece garantías, nos puede salvar.
            Mi fe en el Flujo es lo único que me queda, haga lo haga aquí o en “El Otro lado”, yo o cualquiera, dejará de sentido si descendemos a la oscuridad, ya que si eso ocurre nos esfumaremos como un suspiro, nuestra existencia fenecerá impíamente, no habremos nunca sido nada, nunca jamás. Entre el ojo y las garras de Silbán la humanidad no fue, el ser no es, y todos somos nada.



F I N


Antonio Arjona Huelgas

23 de octubre de 2017

martes, 17 de octubre de 2017

12

Escribir en 12 sin duda es irónico, quizá sea el tamaño, la practicidad con respecto al material, o la conjunción por multiplicidad del 4 y el 3, algunos apuntarían a la herencia de la numerología cristiana, el simbolismo del 12 o la justificación matemática de su hegemonía, lo que tal vez nos remitiría a las supersticiones propias de científicos de fama y renombre con respecto al 3, y por lógica al 6 y al 9. En todo caso, fuera de cualquier aspecto curioso, escribo en 12 por un motivo cotidiano, pues es el tamaño de fuente oficial, en conjunto con el 1.5 o doble espacio. No obstante, casi es aterradora la coincidencia al hablar respecto a una cadena de incidentes que han llevado por años el apodo <<La maldición de la doceava esquina de la calle 12>>.  Ninguno ha sido más que un mero choque de autos, caída de un ladrillo sobre la cabeza de alguien, resbalones con finales fatales o derrumbes que denotan la corrupción detrás de los permisos para realizar obras de construcción; con el pequeño detalle de que en todos y cada uno de ellos hay muertos, y una estrecha relación con el número 12.
            El más reciente de ellos ha sido la explosión de un expendio comercial en la que murieron 12 personas, más tres en la ambulancia y cuatro en el hospital, en la doceava esquina de la calle doce, en posición diagonal con respecto a un edificio departamental en el que la semana anterior murió un joven que había caído del doceavo piso, y tres días antes un pequeño de doce años había sido atropellado al mediodía, justo 4 días después de un robo que acabó con la muerte del ladrón, quién había perdido cuatro dientes aparte de otros 8 que le faltaban desde hacía años, tres de ellos en infructuosos intentos de asalto, en ambos casos a medianoche, a doce metros del incidente anterior; 12 horas antes una mujer de 24 años había muerto de un inexplicable ataque cardiaco, tal vez por un terror que la invadió, 12 minutos del susto a la tumba. Así, desde hace doce meses, en un ciclo ocurrido cada doce años, la cadena de accidentes sigue y sigue.
            Tales características hacen pensar que los hechos son consecuencia de un asesino serial discreto, cuya obsesión numerológica es tal que manipula acontecimientos de forma obsesiva y perfecta, de modo que coincidan una y otra vez con dicho número. Aunque no existe prueba de ello, sólo una cadena sin fin que excede la vida por más de ciento veinte años la vida humana, con un punto álgido hace 144 años, al menos hasta dónde sabemos, pues algunos deducen que se podría remontar a unos 1200 años en el pasado, con base en 12 tumbas de esa época halladas en esa esquina
.
            Lo extraño del caso me hace temer el escribir sobre ello, después de todo, cada uno de los incidentes guarda algún tipo de relación indirecta con el anterior, y el escribir sobre ello me pone en la cadena, de manera probable en una relación con la tan mencionada cifra, pues ese el número de días a partir del último incidente, y en los que termino este escrito ¡Por Dios espero que mi posición en la serie no sea en algún múltiplo del doce! Ya es medianoche, y mi jefe pedirá la investigación con este escrito inaugural en doce horas. Si confirman la recepción de éste 12 minutos después del envío, seguro me doy por muerto. En todo caso procuraré no pasar por aquella maldita calle.


F I N

            Antonio Arjona Huelgas

17 de octubre de 2017 y se empezó a escribir el día doce, postergado 5 días y 7 horas

domingo, 8 de octubre de 2017

Cristal de sangre


Risas en el pasillo anunciaron la llegada de los niños, o mejor dicho del resto de los niños, pues Martí los oía desde el interior del armario donde yacía escondido. No quería que los otros encontraran su tesoro, su cristal de sangre incrustado en el anillo de su abuelo. Temía que pudieran robárselo, era lo más preciado que tenía, además que contenía miles de secretos, miles de reflejos, miles de voces. A veces creía escuchar entre ellas a sus padres, y a su abuelo, aunque sólo una vez, hacía pocos meses, seis noches tras su muerte.

Los otros pequeños no eran más que los hijos de su madre adoptiva, a quienes todavía no tenía mucho aprecio, en especial por lo imbéciles que le parecían ¿Qué hubiera dicho su abuelo al ver semejantes trogloditas? ¿O sus padres? No lo sabía, ya no los recordaba, habían muerto cuando él apenas tenía 3 años, el resto de su vida el abuelo había estado a su lado, y le había enseñado cosas, como que los niños demasiado tontos y maleducados acabarían sufriendo las consecuencias de su imprudencia, también que debía proteger su cristal de sangre de las manos de curiosos e imbéciles. De los primeros por ser insaciables, y de los segundos por ser lo que eran.

¡Cómo hubiera querido que su abuelo estuviera aún con él! Le hacía tanta falta. En la calle, en la escuela, en su nueva casa, hasta en su habitación, con la foto en la que sus padres lo cargaban de bebé y su abuelo acompañaba, en todas partes estaba solo, muy solo. Ni siquiera frente al anillo del abuelo se sentía reconfortado, lo había hecho años antes, cuando pensaba en sus padres y lograba escuchar sus voces en el cristal de sangre. Pero en ese entonces tenía al abuelo, quién le había enseñado a escuchar las voces tras el espejo, siempre advirtiéndole que no se esforzara demasiado en atender, pues podía ser peligroso. Sin embargo, ese día necesitaba oír la voz de su abuelo, de sus padres, que le dijeran que debía, que podía hacer. Cuando vivían le habían dicho que debía ser feliz, que la vida era tan bonita y había que disfrutarla. Su abuelo le aconsejaba de vez en cuando que al momento en que él ya no estuviera, Martín debiera encontrar a otras personas, otros amigos, otra familia que le dieran alegría, y que debía proteger el anillo. De hecho, le hizo prometer que cumpliría con ello. Sin embargo no era feliz, no disfrutaba, la vida era muy triste, ya no tenía a nadie, y las demás personas eran malas, o crueles, o tontas, nadie lo hacía sentir mejor. Estaba por completo solo, no había logrado nada, más que proteger el anillo.

Tras un largo rato, con el oído pegado al cristal creyó escuchar una voz familiar, al principio creyó que era su abuelo o sus padres jugando, ya que sonaba como un niño. Por un momento pensó que alguien jugaba con él, que se trataba de alguien de su familia, pero no tardó en percatarse de que la voz era más bien semejante a la suya. No supo que pensar, ni que debía sentir, aunque sin duda estaba confundido.

Recordó entonces las enseñanzas del abuelo, el consejo de no escuchar a detalle o mirar demasiado la piedra, y las reglas del anillo: 1) Dar una gota de sangre al cristal para ser su portador, no más, ni una sola. 2) No usarlo frente a un espejo, ni en lugares en los que se había hecho esto, en especial en la que había sido la casa de sus padres. 3) No dejar que el anillo fuera usado, ni mucho menos hurtado, por cualquiera que no fuera él, mucho menos si la persona no había ofrecido una gota de sangre. 4) Usarlo en soledad, más nunca en soledad absoluta. 5) Nunca separar el anillo de la piedra. 6) Jamás indagar el signo grabado en la piedra, ni el nombre tras este, y nunca escribirlo, pronunciarlo o pensarlo frente al cristal de sangre. E inconcebible hacer las tres cosas a la vez. 7) El signo es la puerta, y el nombre es la llave. 8) Encontrar un heredero que protegiera la piedra cuando fuera el momento indicado. 9) El anillo fue arrancado hace siglos de la mano de su dueño original, y no debe volver ahí, no importa que pase.

En esos tiempos Martín escuchaba con atención lo que su abuelo decía, parecía siempre tan sabio y experimentado en la vida, era un hombre que había aprendido y viajado por el mundo, y tenía una enorme biblioteca, dividida en secciones, de las cuales la más interesante era la última, que siempre estaba cerrado bajo distintas llaves, en un complicado mecanismo. El cuarto prohibido. Recordaba la primera vez que había visto un libro de la esta sección, a pesar de nunca haber entrado, un volumen de gran tamaño, pesado, y forrado en un cuero de color semejante al de la piel humana. Ahí el abuelo le había dicho que no debía hacer caso a los extraños ni sus voces, más cuando estos aparecían en sitios dónde, se supone, no debían estar.

Sin embargo, la soledad y la curiosidad lo superaron, y no tuvo más que pegar oído con más atención para entender que decía aquella voz infantil, y poder hablar con ella.
            “¡Oye! ¿Me oyes? ¿Qué pasa, no quieres jugar? Pareces triste y te ves muy solo”. Martín no pudo explicar cómo el dueño de la voz sabía que estaba tiste y solo, ni por qué tenía interés en él.

Martín” Martín se desconcertó ¿Cómo esa voz conocía su nombre? “¿Qué pasa? ¿Se trata de tu abuelo? ¿O de tus padres? No te preocupes, están bien por aquí, los veo todo el tiempo” Martín miró con sorpresa la piedra, oír nombrar a su abuelo y sus padres le hizo poner atención al otro, más después de oír que estaban bien.

“¿En serio?” preguntó Martín, con la esperanza de que el otro le contestara, lo que no ocurrió tras varios segundos, hasta el momento en que Martín creyó que no le contestaría. “Por supuesto ¿Dudas de mí? Soy tu amigo ¿No me recuerdas?” Martín no sabía quién era, no podía recordarlo ni en la lejanía, aunque era cierto que recordaba la voz era familiar, tanto que había pensado que se trataba de su propia voz con un tono más infantil, como si fuera su propia voz cuando había sido niño.

Creo que no te acuerdas ¿verdad? Es triste. Es verdad que eras muy pequeño, sólo que esperaba que te acordaras. No importa, lo mismo le pasó a tu abuelo de niño”.

“¿En serio?” La voz había captado el interés de Martín.

“¡Claro que sí! Él y yo somos muy amigos, los mejores. Me causa tristeza que su nieto esté tan mal ¿No los quisieras volver a tener junto a ti? ¿A tus padres y a tu abuelo? ¿Dejar de estar solo?” Era lo que más quería, lo necesitaba. Martín no sólo sintió esto, también lo pensó.
“¿Puedes hacerlo?”
Es seguro que sí, sólo necesito que me traigas uno o dos niños para jugar, a veces yo también estoy muy solo. Llevo tanto tiempo que no escucho que alguien diga mi nombre, y yo no lo puedo decir, es un secreto que se me obligó guardar”. En cuanto escuchó esto, Martín supo que algo iba mal con respecto a esa voz. No le contestó.

“Vamos, por favor, sólo debes decir que sí y todo estará arreglado, necesito compañía para jugar. O si prefieres escribirlo, como tú quieras. A cambio verás de nuevo a tu abuelo y a tus padres, y nunca más estarás solo”. Martín pensó que si quería, desconfiaba de la voz, pero no importaba, eran sólo dos chicos o chicas, podían ser un par entre los tantos idiotas que conocía. Quería decir que sí.

“Me voy” respondió Martín sin saber por qué, por miedo quizá, al recordar las reglas del anillo. Dejó el legado de su abuelo ahí, sin guardarlo ni llevarlo. Salió, no sólo del armario o su habitación, sino de la casa. Necesitaba tranquilizarse y escuchar al viento mover las hojas, o leer un poco al aire libre. No quería pensar en lo que acababa de ocurrir.

Recordó un par de libros que su abuelo guardaba en el cuarto prohibido, uno llamado Rojo, a secas, y otro que yacía en una caja fuerte y del que alguna vez su abuelo le había hablado; el nombre original provenía de una lengua antigua, pero la traducción era Los graznidos de Silbán. El abuelo le dijo que este último era el libro más peligroso del que alguna vez hubiera tenido conocimiento, mientras que Rojo hablaba del cristal de sangre que coronaba el anillo. De hecho ambos tenían un vínculo muy cercano a éste. Eso le causó un escalofrío.  

Se encontró a su madre adoptiva en el exterior, y ella le dijo que deseaba pasar un rato a solas con él para que se sintiera bienvenido. Mientras tanto los niños se quedarían con su padre. Ambos salieron al parque a caminar, vieron una película, y tomaron chocolate. Por un rato Martín no se sintió solo.

Horas más tarde, después de haberse relajado, Martín y quién la mujer adoptó descubrirían a su padre adoptivo llorando en un rincón, así como la casa en penumbras y una patrulla en la entrada. En la habitación del chico, al pie del armario, habían encontrado la ropa de los chiquillos a los que horas antes Martín había repudiado, vacía, arrugada, y dos gotas de sangre, una de cada uno, al pie del sitio donde yacía el anillo, que no había sido recogido por la policía.

Martín no dudo en tomar el objeto y guardarlo en la caja de ónix en la que su abuelo solía esconderlo.

Pasó un mes y los niños no aparecieron, jamás lo hicieron. Martín fue devuelto al orfanato, dónde no pasó mucho tiempo para que una tía lejana lo encontrara y tomara su custodia. Ahí recibieron las cenizas de los padres y del abuelo de Martín, que se mantuvieron en jarrones colocados en un pequeño altar improvisado, con motivos religiosos, en honor a su memoria. Martín no volvió a estar solo.

Por otro lado, la madre adoptiva se suicidó ahorcándose, un par de noches tras la muerte de su marido en un sospechoso incidente causado por los problemas estructurales en una construcción que se derrumbó tras un evento en el cual el número de personas superó la capacidad del malhecho edificio. Todos ahí murieron.

Al enterarse Martín, años más tarde, del destino de la mujer, se sintió consternado y muy triste, después de todo se habían llegado a querer en ese tiempo en que los niños habían desaparecido y Martín y su madre adoptiva se acercaron como nunca antes, y no lo volvería a hacer.

Martín recordaba haber encontrado el anillo manchado por la sangre de los niños aquel día tan extraño, que a pesar de ser una evidencia importante, la policía jamás lo vio, ya que, quizá, el anillo no quiso ser visto. Martín no volvió a usarlo para comunicarse con los muertos, ni siquiera lo sacó de su caja. Incluso tal artefacto acabó en el mismo sitio que el extraño libro Los graznidos de Silbán, en la caja fuerte del cuarto prohibido en la biblioteca del abuelo, heredada a Martín por medio de un testamento, y abierta tras varios años cuando el chico se volvió mayor de edad. Estuvo así un día y no más, al salir del cuarto prohibido Martín tenía una expresión de horror y desconcierto como nunca antes se le vio en su vida. Nunca habló del por qué, ni volvió a mencionar el tema del anillo. Sin embargo, a veces pensaba en él y soñaba con las voces del cristal de sangre, con cámaras oscuras, plumas de cuervo y lugares vacíos en los que alguien con voz de niño reía. Creía entonces que algo no había concluido con la desaparición de los pequeños, y recordaba con pavor la última regla del anillo, y rezaba porque no se cumpliera el terrible presagio que dejaba implícito.

Lo curioso de todo era que el deseo de Martín se cumplió, así como el trato que de forma involuntaria hizo con la voz. Pero ¿Hubiera sido peor si también aceptaba con su voz o su mano en el papel? ¿Cuál sería la consecuencia del deseo tomando forma en la realidad? ¿A qué costo?

Es probable que nunca se pueda satisfacer esta duda. Mientras tanto las estructuras se dañan, los postigos y cerraduras se oxidan con el paso del tiempo, y por equivocación, una cierta biblioteca abandonada es invadida antes de ser sepultada.



Antonio Arjona Huelgas

8 de Octubre del 2017