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martes, 27 de febrero de 2018

El viejo que cargaba una montaña



Un día, caminando por un bosque repleto de sombras, telarañas y luces brillantes, encontré a un viejo cargando una montaña. Me acerqué a él con curiosidad y caminé a su lado por un rato, hasta que me atreví a preguntarle quién era, y me respondió:
Soy un viejo, y nada más”. Entonces el viejo siguió su camino sin hacerme caso.
Yo no me rendiría , por lo que, desde atrás y mirando al frente, le pregunté de nuevo y le ofrecí mi ayuda. Me respondió:
Soy un viejo, y nada más”. Calló y siguió caminando.
Entonces corrí, lo alcance, y me puse frente a él, de modo que no pudiera evadirme, y le pregunté de nuevo quién era y porqué cargaba una montaña. Así me respondió:
Soy un viejo, y nada más, un viejo caminante en el tiempo, y mi camino no parece tener fin. Cargo con demasiadas maletas y mis huesos están ya muy gastados por el paso de los años, al igual que mi voluntad, mi valor de actuar. Camino bajo las notas de una melodía perdida en algún rincón de mi desván, dónde reposan los amigos y la infancia, como juguetes rotos, tirados, descuidados y llenos de polvo, y tan lejanos como las estrellas. El ático está demasiado lejos, y yo muy cansado para subir hacia él y ordenar un poco; aún así me pesa, cargo la montaña del ayer, dónde eregí mi hogar, esperando algún día poderla tirar hacia adelante, hacia el mañana o a la esperanza, a los sueños o a la muerte. Más no sé si puedo continuar, es difícil, tan difícil seguir avanzando; estoy muy cansado, y parece que la distancia aumenta a cada instante. No sé en que momento de mi juventud la vida empezó a correr demasiado rápido y sin detenerse, cada hora, todos los días, pasaban más y más rápido, y siguieron así, más y más, aumentando a cada instante, hasta que mis piernas se quebraron y nunca más pude correr. Sin embargo el tiempo me arrastra,como el viento al polvo, como si fuera una araña llevando a una mosca recién cazada, y es cierto que soy mosca, soy polvo y soy cadáver; y de alguna forma sigo en pie, respirando y avanzando hacia ninguna parte. Antes tenía metas, ilusiones, aspiraciones que alcanzar, y, por extraño que parezca, por irónico, dada mi situación, aún los persigo. Más no como antes, obtuve muchas cosas a lo largo de los años; dejo en mi camino hogares y manuscritos, pequeños artefactos y grandes castillos, oro y excremento según la paga en cada parada, y mucha sudor y sangre, también suspiros y letras, tantos de ellos y cada uno con una parte de mi alma. Ya sólo soy un viejo, y nada más, un viejo desalmado de huesos débiles y músculos frágiles, mi piel se ha quebrado poco a poco, en hilos brillantes u opacos que se enredan con cuanto me encuentro en el camino, y se mantienen atados a todo cuanto dejé atrás; los jalaría para traer algunas cosas, pero la distancia es mucha, mis brazos inservibles, y los objetos tan pesados, tanto que puedo arrastrarlos en mi caminar, más no puedo jalarlos a mi lugar; así son las cosas del tiempo, siempre las quita, más nunca por completo, se apropia de ellas y nos muestra un espejismo de ellas a la distancia, y se burla ¡Vaya que se burla! El tiempo ríe y ríe sin parar cada vez que nos ve a la distancia, ya sea por delante o por atrás, a veces nos halla mirando al frente, hacia arriba con esperanza, hacia abajo con pesar, y hacia el frente con determinación, y cuando miramos atrás espera ansioso que nos caigamos, mostrándonos lo que fue y ya nunca más volverá a ser. Quisiera hablar como los jóvenes, altaneros y confiados, risueños por lo simple, molestos por lo tonto, y saltando en lo ridículo; más ya soy un hombre mayor, y no puedo retroceder mis pasos. Me gustaría hablar con un lenguaje más bello, más culto, como dirían algunos, pero soy un ignorante, como todos, uno que ha callado muchas cosas por no tener con quién hablar, o porque nadie me quiso escuchar. Me sorprende cuántas veces escuché y lo poco que fui escuchado, aunque gritara; llegó el punto en que dejé de hablar, o lo hice muy poco, ya que no valía la pena hacerlo. Esto pasó cuando era más joven de lo que hubiera querido. Para ese entonces todavía no había amado... creo que nunca lo hice en realidad, pues nadie seguía mis pasos y yo no seguía los de nadie, y nadie podía caminar como yo, al ritmo en que lo hago, de la forma en que lo hago, y por el camino que debo recorrer. Creo que todos recorremos diferentes caminos, y estos nunca se cruzan aunque parezcan hacerlo, tal vez lo pensamos parar no sentirnos solos. Sin embargo no necesito hacerlo, no más, no desde hace tanto; miro el río, siento la brisa en mi cara, la tierra bajo mis pies, y mi montaña en la espalda, ésta la única que me pesa llevar, y sobre ella hay cientos de caminos que creí alguna vez que se cruzaban con el mío, pero todo era mentira, ahora lo sé, y no le guardo resentimiento a nadie, ni a mi mentira, después de todo era mi mentira, mía y de nadie más, fue muy triste dejarla morir, más sólo entonces me dejó de doler la cabeza. Ahora sólo espero llegar y poder tirar mi montaña al frente”.
“¿A dónde la piensa tirar? ¿Porqué? ¿Porqué tanto cargarla para ir a tirarla”. Le pregunté.
¿No te lo dije ya, muchacho? Esa montaña la tiraré en el mañana, en los sueños y en la muerte. Mi casa está encima, y siempre quise tener una casa en esos lugares... Mmmm... quizá no en el mañana ¿Pero qué se le va hará? Y es mi montaña, y sólo yo la puedo llevar, nadie más. Seré libre de ella, y de todo cuanto hay encima, en cuanto logre tirarla en el sitio correcto. No puedo hacerlo antes ¿Qué clase de persona sería si lo hago? Después de todo es mi montaña, se podría romper, o caerse mi casa, o quizá me aplaste, y no quisiera que me aplastara, es mi montaña, después de todo”.
No lo entiendo ¿A qué se refiere? Si carga esos caminos y a sus viejos amigos y a sus viejos recuerdos ¿No está llevando algo que no le corresponde? No le parece demasiado para una sola persona”, insistí.
El viejo contestó:
No, niño, yo elegí cargar mi montaña, elegí ser líder y ser compañero, ser amigo y confidente, y más importante aún, ser un viajero. Nadie más puede cargar mi montaña, y ¿Sabes? A veces se hace más ligera, a veces entiendo ciertas cosas, veo ciertas cosas, siento lo que sienten otros, siento el viento y el mundo y mi montaña deja de pesar. Al sentir lo que otros suelo creer que las cosas pesan tanto, inclusive mis propios pies, pero después entiendo que ese peso no es mío, sólo es parte de la balanza, y sigo caminando. No tengo más que hacer, si me detengo el tiempo me tragará, el agua no tocará ya mis labios, el fuego se apagará, el viento dejará de sentir mi aliento a cada suspiro, la tierra se comerá mi cuerpo y al final mi montaña, junto con todo lo que fui. Ya no falta mucho, de hecho, a pesar de mi cansancio y de lo eterno en cada paso, sé que estoy cerca, ya muy cerca, tal vez siempre he estado cerca de mi objetivo, pero al ir ciego caminé en círculos o acabé en caminos inhóspitos. Ahora veo, se a dónde ir y a dónde he de llegar, y no tengo nada más”.
“¿Cómo? ¿Porqué lo hace?”. Pregunté, queriendo hallar el sentido en sus actos.
Porque es mi montaña y sólo yo la puedo llevar ¿Cuál es el sentido? Eso no te lo puedo contar, nadie puede, mi sentido es mío y de nadie más, y cada quién tiene su sentido que sólo cada uno puede hallar, al igual que un camino, como yo con mi montaña. Ahora sigue tu camino, muchacho, no sigas caminos de nadie, mucho menos los caminos de un viejo, ni los de un niño, los de uno son complicados y enormes, los otros confusos, y ninguno te llevará a dónde debes ir, sólo podrás llegar ahí por tu propio camino, a pesar de que transitemos el mismo bosque, pisemos la misma arena o nademos en el mismo mar. Anda, vete de aquí y no vuelvas, si debes cargar una piedra, una cruz o una montaña, te aconsejo que lo hagas, siempre y cuando sea tuya; y si en tu camino no debes cargar, mejor para ti, busca entonces tu camino y encuentra tus propios pasos”.
En ese momento el viejo desapareció, al igual que su montaña, se desvanecieron como si jamás hubiesen estado ahí, y para mí el tiempo fue como una ola que va y regresa. Estaba solo otra vez, y no quedaba más que seguir, continuar mi camino.


Antonio A. Huelgas
27 de Febrero de 2018

viernes, 23 de febrero de 2018

Nubes que se acercan

El cielo coronado por un castillo de nubes se disolvía conforme avanzaba la tarde, mientras ardía al atardecer y se reducía a su vez que se disolvía; el cielo se escurría sobre nuestras cabezas, de modo que pensamos que las gotas nos caerían encima ¿Cuál sería el efecto de ello? Me pregunté, pues las gotas de cielo debían ser distintas a las gotas de lluvia; y si ocurría ¿El cielo dejaría de ser cielo en dónde su lienzo se hubiese disuelto? ¿Habría una mancha negra o blanca tras el tinte? ¿Acaso un vacío sin materia? Mientras tanto las alturas se disolvían, y la distancia entre cielo y tierra se hacía casa vez menor. El horizonte se comía la tierra y mi espacio, al ritmo de un melancólico piano, era cada vez menor, nuestro espacio en el mundo se hacía menor y las cosas desaparecían tras el cielo líquido: águilas y gorriones, halcones y ruiseñores, al tiempo en que las nubes descendían, como escapando de lo inevitable. Así ocurriría que mi castillo de nubes llegaría frente a mí, y abriría sus puertas brillantes de sol y a sus torres de fuego y lluvia y relámpagos, que cernían sus fuerzas sobre los indiferentes mortales. Y mientras más oscurecía, el mundo se desvanecía en un manto de sueños, cada vez menos distancia había entre horizontes, y por la irregularidad de la caída tanto árboles como edificios ya habían sido tragados en el rojo, el dorado y el azul de diversas tonalidades. De igual forma la gente avanzaba con indiferencia hacia el vacío, como si no fuesen capaces de observar el cielo, y desaparecían, para jamás volver. Y conforme el mundo pasaba al olvido, yo me resguardaba en mi castillo de nubes, solo, construyendo torres y jardines, pintando en los reflejos, entre las curvaturas y el vapor, imágenes de sueños y fantasías, paisajes y escenas de juegos y puertos con barcos que zarpaban a ningún lugar. Y tras los muros de la fortaleza no había lugar a dónde ir, los navíos que pintaba en las paredes navegaban entre nubes hacia la nada, para desvanecerse al igual que todo lo demás. Poco a poco mi castillo se redujo, más y más, hasta que solo el horizonte y el brillo cada vez más tenue rodeaban mi trono de nubes. Así, poco a poco, mientras el cielo me envolvía, me sumí en un sueño infinito, en el despertar, durmiendo en la eternidad de la nada.


Antonio A. Huelgas
23 de Febrero del 2018

martes, 20 de febrero de 2018

La entrevista de Anselmo


Juan Anselmo veía con ansiedad su reloj, aquel de pulso y broncíneas manecillas y correa café que su abuelo le había regalado cuando apenas era un niño. Ahora, como el adulto responsable en que se había convertido, esperaba sobre un sillón viejo y de colchones rotos, una entrevista en un trabajo un tanto más o menos mediocre que dónde se había presentado la semana anterior ¿De verdad tanto estudio y tanto esfuerzo para eso? Casi era una suerte que su abuelo estuviese muerto, así no tendría que regresar a su casa para fingir una sonrisa y mentir diciendo que le había ido bien en el trabajo, que le emocionaban los retos del día a día, el fascinante mundo de la competencia y los negocios, en el que buscaba a diario un empleo en el que no se le explotara más que sus subordinados, dónde la “superación” no fuera un interminable ciclo de lamer bolas aquí y allá, ciego y sordo en una espiral de supuesta autosatisfacción, mantenido por la conveniencia y las llamadas “amistades”; una suerte de tratos con distintos diablos.  Su madre era quién escuchaba sus mentiras, pues su difunto padre ya no estaba para avergonzarse del inepto de su hijo, aunque no era más de lo que éste último se avergonzaba y se decepcionaba del mundo; y, aún con lo que Anselmo sabía y la frustración que lo embargaba, se mentía a sí mismo todos y cada uno de los días, y cada vez peor: su situación era peor de lo que siquiera concebía. El muchacho era apenas un pobre remedo de lo que había sido años atrás: un joven ingenuo y estudioso que creía en cuanta mentira generalizada escuchara aquí o allá; en resumidas cuentas un imbécil. Ahora, para acabarla, como una muy graciosa e irónica cereza en un pastel de porquería, Anselmo era el pobre y reducido remedo de un imbécil.
En caso de obtener trabajo hablaría con su madre, fingiría orgullo de sí mismo y, por supuesto, alegría. Después de todo la felicidad es la meta de toda persona ¿O no? Aún del pobre y reducido remedo de imbécil que era Anselmo. Después llamaría a su novia, una chica ingenua, en ocasiones ignorante, en ocasiones mordaz, vinculada por la conveniencia del renombre y las palancas, cuyo mayor talento, el de ser más inteligente que Anselmo, no representaba una cualidad auténtica, pero ¿Qué más se podría esperar del pobre y reducido remedo de imbécil?
En retrospectiva Anselmo creía que debió haber estado con esa chica con sueños de ser cantante y voz angelical, cuyos grises ojos brillaban de forma única, y su mirada parecía contener todos los sueños e ilusiones pensados por el hombre. Por supuesto que Anselmo, a pesar del hipnótico gusto que le causaba, no era capaz de pensar tales adjetivos, ni mucho menos de decirlo, lo que le faltaba de cerebro y delicadeza le sobraba de cobardía ¿Cómo entonces Anselmo no había superado sus limitaciones aún con una chica tan bella y especial? Bien, además de que ella sí era inteligente y tenía algo de valor que aportar al mundo, aún con aspiraciones que para el común resultarían en extremo ingenuas, las cuales, por supuesto, estaban bien pensadas y centradas en una observación profunda de la realidad, Anselmo tenía el curioso defecto de creer y actuar en consecuencia de lo comúnmente aceptado, al punto de tener menos aspiraciones que un comatoso ¿Qué esperaban del pobre y reducido remedo de imbécil de Anselmo?
En fin, el pobre y r..., perdón, Anselmo, esperaba a que le abrieran; dos minutos más. Mientras tanto pensó en su abuelo, un señor bonachón cuyo único defecto fue morir demasiado pronto como para dar convicción a la mente de Anselmo. Tal vez si tan sólo el viejo hubiera vivido un poco más, Anselmo no sería un pobre y reducido remedo de imbécil. Anselmo suspiró, perdido en sus recuerdos, desgarrado, ardiendo por la ansiedad de su entrevista, arrastrado por el peso del futuro y las difuntas ilusiones, quebrado, roto, desollado y revestido de cuero por sus mentiras, esas que tanto se decía a sí mismo; y hundido por la incertidumbre.
Al fin sonó un timbre, que anunciaba que podía pasar. Anselmo se levantó y se aproximó hacia la puerta. Nuca esperaría lo que iba a encontrar del otro lado.
El impacto fue inmediato, la voz que lo recibió le indicó que se sentase, más Anselmo no era capaz de salir de la estupefacción. El sujeto le indicó de nuevo que se sentase, y le habló con un tono familiar, uno digno de una persona buena, realmente buena, de un amigo, de un padre. “Veo que has perdido mucho tiempo en tonterías, campeón”, dijo el sujeto con una sonrisa amplia y un tono simpático, no de burla, ni de ironía ni de sarcasmo; en lugar de eso era un tono amable, comprensivo, amistoso y repleto de cariño. “Perdóname mucho, Anselmo, creo que te hice esperar demasiado. Debió ser un eterno girar ante tus ojos ¿no?”. Anselmo seguía sin contestar, no podía creer quién lo recibía; habló, en definitiva lo hizo, pero nada de lo que dijo tenía sentido alguno, como casi todo lo que Anselmo decía. Más en Anselmo había un leve murmullo de paz, una vida que no había tenido desde años atrás.
Así habló el abuelo de Anselmo: “Hijo mío, creo que te has perdido. Siento no haberte encontrado antes. Veo que has sufrido bastante, has caído y caído y caído, una y otra vez, y cada vez más, te has vuelto infeliz y lo que más me duele es que te has perdido en el camino, dejando de ser tú”. Al oír esto, Anselmo no pudo más que echarse a llorar. Tanto tiempo sin ver a su abuelo, la vida había sido para él como un juicio del Cielo por ser quién era, por su miserable existencia, y ahora, después de tanto, la única persona que le había hecho sentir que valía, se presentó ante él, en un entrevista de trabajo.
Anselmo habló: “¡Ya no puedo más! Odio tanto todo, me odio tanto ¡¿Porqué no he muerto?! ¿Porqué moriste tú? ¡¿Porqué me abandonaste?!”. Las lágrimas bañaban el rostro de Anselmo como los afluentes de un río, y caían como cascadas en sus brazos. Su abuelo le colocó la mano en su hombro mientras lo tranquilizaba.
“Perdóname por no haber estado ahí. La hora me llegó sin previo aviso, a las 3 y cuarto de la tarde de un viernes. No pude hacer más, siento que hayas estado muerto desde ese entonces. Nunca supe lo que pasaría, de haberlo sabido me habría preparado mejor, te habría preparado mejor”. La voz del abuelo era un bello recuerdo, un sonido tibio, firme y paternal, era calma y era paz, y más importante aún, era perdón.
“Abuelo...” decía Anselmo entre sollozos “Abuelo... ya no quiero estar aquí, no puedo más. Llevo tanto tiempo siendo infeliz; con una mujer con la que no soy feliz, ni tampoco la hago feliz. Con una madre que ya no puede caminar bien, a la que siempre decepciono y que cada vez decepciono más; y no tengo a nadie más. No sé si podré conseguir un trabajo, ni siquiera si podría salir adelante yo solo. Ya no puedo... ya no puedo... Siento haberte decepcionado... perdón, por favor”. Anselmo lloraba y su abuelo le tranquilizaba.   
“No te preocupes, campeón. Todo estará bien, todo acabará pronto”, decía el abuelo.
“Estás muerto ¿En serio estás aquí?”, dijo Anselmo recobrando un poco la voz, más no la compostura.
“Si, tú eres el que no está aquí. Te arrastrado entre los vivos por mucho tiempo. Más pronto lo estarás”. Anselmo entendió lo que pasaba. Se fijó entonces en una puerta azul cielo que estaba detrás del escritorio; tenía una especie de brillo tenue. Aunque, más a detalle, era como si detrás de ella brillara la luz del sol.
“¿Me acompañaras?”, preguntó Anselmo mientras la tristeza y la esperanza bailaban en su voz.
“Te veré del otro lado, más el camino a la puerta lo debes recorrer tu sólo, y nadie más que tú la puede abrir”, su abuelo habló con paciencia y comprensión, y Anselmo entendió lo que debía hacer. Ya no era más un pobre y reducido remedo de imbécil, ahora era quién siempre había sido. Se levantó, y avanzó poco a poco, arrastrando los pies, con pasos lentos y calmados, temerosos, no tanto por lo que habría del otro lado, sino por la posibilidad de que sólo fuera un sueño. Caminó más y más, hasta la puerta azul; tomó el pomo con las manos temblorosas, y lo giró con lentitud y dificultad, como si estuviese atorado y su mano le pesara una tonelada. Atrás creía escuchar una voz parecida a la de la chica de voz angelical y ojos grises con la que nunca había podido estar, más no era ella, no podía ser ella, sin embargo era tan semejante, parecía estar ahí, y si no lo era, al menos se oía igual a ella.
Abrió entonces, y nunca más volvió.
La muerte de Anselmo se dio en la sala de espera. Al inicio la secretaria pensó que dormía, pero al acercarse notó que no se movía, y se apresuró a pedir ayuda.
Anselmo falleció por un derrame cerebral, mientras observaba su reloj, nadie podría haber afirmado el momento exacto en que sucedió, pero si la hora y el minuto. Anselmo dejó este mundo a las 3 y cuarto de la tarde de un viernes cualquiera. La Muerte lo llamó, vestida con la piel de su abuelo, para su última entrevista; cargaban el mismo reloj, y al mismo tiempo 3 campanas sonaron antes de atravesar la puerta azul cielo.
La Muerte le fue amable en sus últimos momentos, lo llevó sin dolor, perdonando dejando que se perdonara, y ,además, le permitió avanzar por sí mismo. Anselmo no le había decepcionado, había cumplido tanto como había sido capaz, durante toda su vida, las cosas no podían ser de otra manera.
 Así, durante el juicio del cielo en la mente de la Muerte, en el eterno avanzar del tiempo, el correr de las arenas de la imaginación de la muerte, aquel reloj de pulso y manecillas broncíneas y correa café marcaba un nuevo día, en el que alguien más había nacido para morir.


F I N



Antonio A. Huelgas
18 de Febrero del 2018