Aquitania lavó con cuidado la tela, para
que no quedara mancha alguna, ni un pequeño manchón anaranjado o marrón, en
cada pliego del vestido. Nadie caminaba alrededor de río a esa hora, no en las
inmediaciones del palacio. Todo era calma y silencio, excepto por el extraño
vagabundo al que, llegado de madrugada con apenas un destello en el horizonte, su esposo había hecho
recibir con honores, como si se tratase de un gobernante de tierras lejanas. Aquitania
sabía el porqué, su esposo y ella eran personas inteligentes, tan letradas como
se podía ser en su tiempo, y sobre todo astutas. Se apresuró entonces a
terminar con su labor, que casi siempre se destinaba a los criados y esclavos,
en especial ese detalle de la limpieza, excepto ese día. No podía ser así, por
supuesto, no ante su invitado.
Pronto
los gritos irrumpirían la calma.
Aquitania
regresó al palacio, ahí su esposo, el rey, discutía acaloradamente con el
invitado, quién mostraba una sabiduría basta y ejemplar, como ninguno que
hubiese conocido antes, cual señor de una tierra poderosa. Tal invitado merecía
un espectacular banquete, con las decoraciones más bellas, el mejor alimento, y
el vino más elegante.
El
viejo parecía saberlo todo y sus modales eran dignos de un conocedor de las
leyes y honores de todos los pueblos; a pesar de su aspecto sucio, sus ropajes
rotos, gastados, casi unidos a su piel
por las horas sobre ella, el sudor y las
llagas. De igual forma, su hirsuto cabello, caedizo y piojoso, no reflejaban en
lo absoluto el conocimiento que mostraba el anciano.
El
rey no mandaba asear a su invitado, pues temía que se pudiese ofender. Por lo general cualquier extranjero que
llegaba a esas tierras era asesinado, pero ese día el rey había puesto atención
a las señales del cielo. Nadie había transitado los caminos cercanos, pues las
lluvias habían provocado deslaves e inundaciones, además que la fama del rey
era conocida en ciudades aledañas. Se sabía que era duro, y que los extranjeros
llegados sin mostrar los debidos honores, o su importancia en otras tierras,
eran asesinados o desaparecidos. De igual forma, los hijos del rey, que eran
más de 50, tenían la fama de insaciables e impíos, así como crueles. Sus
lacayos habían visto la noche anterior, una velada de tormenta, a un águila
descender a los montes del sur, lugar desde dónde venía el extraño. Parecía
sospechoso, más no definitivo, aún tras el incendio en las cercanías del templo
de Zeus. Sin embargo, el rey era precavido, y gustaba de honrar a los dioses,
tanto que había sacrificado criados y esclavos en su honor en muchas ocasiones,
y pensaba que tal vez los habitantes del Olimpo agradecían sus memorables
rituales, o tal vez…
A
la hora del banquete se sirvió una carne especialmente jugosa, una que siempre
fascinaba al rey, a su esposa y a sus hijos, y era reservada para ellos y nadie
más, excepto como ofrenda en el Templo de Zeus, o para las fiestas en honor a
Selene durante las noches de Luna llena. Y en esa ocasión, la carne tenía algo
especial, algo que sólo el mismísimo rey y su esposa Aquitania habían probado.
El
momento llegó, y, como era de esperarse, se le sirvió primero al invitado. Este
último, anciano y hambriento, tras haber seguido las respectivas cortesías y
tener el permiso del rey, llevó el vino y la carne a su boca. En medio del
furor de la fiesta, el invitado se levantó de un salto, exaltado. Un sabor
metálico se percibía en el vino, un olor ocre en los guisos, la jugosa carne
era demasiado suave, casi se deshacía en la boca, pero algo en esa suavidad era
sospechoso, terrible. El rey, mientras masticaba con placer la carne, sonreía
de oreja a oreja, y en su mueca el vagabundo vio algo perverso.
El
anciano supo bien de que se trataba todo, se percató que los rumores eran
ciertos, inclusive eran peores de lo esperado. En la mesa, entre los asistentes
e invitados, estaban 50 de los hijos del rey, a pesar de que el rey Lycaón
tenía 52 hijos, y sólo 5 de ellos eran de Aquitania, los 3 mayores y los 2
menores, y eran estos últimos, un niño de 7 años y una niña de 4, los que
faltaban. Así, la carne reservada para el invitado, el rey Lycaón y su esposa
Aquitania, era tan o más pequeña que la de un lechón, pero sus sabor era
distinto a cualquier cosa saboreada con anterioridad.
El
anciano gritó enfurecido, y un rayo atravesó el techo para incendiar la mesa en
que se hallaban los invitados. Las puertas se cerraron y quedaron bloqueadas,
los hijos de Lycaón trataron de huir, pero las llamas se extendieron tan rápido
como si fuesen tigres cazando a sus presas. Lycaón y Aquitania se levantaron y
trataron de salir, más en la huida Lycaón corrió sobre sus manos y pies,
arrastrándose para pasar por algún recoveco, las llamas le cayeron encima, y
mientras avanzaba, el fuego, en lugar de quemarlo, parecía darle nueva forma al
achicharrado cuerpo. Unas patas como de
canino surgieron dónde antes había pies y manos, la boca de agrandó unos dos
palmos frente a la cara mientras los labios se abrían hasta las orejas,
mientras éstas se hacían para atrás y el cuello, así como todo el cuerpo, se
encorvaba. Las oraciones de piedad se convirtieron en gruñidos, los gritos en
aullidos, y en tanto sus ropas, su piel y su reino quedaban atrás, Lycaón
trotaba en el cuerpo de un enorme lobo negro.
Mientras
que Aquitania se quedó atrapada en el templo, y fue quemada por las llamas y
manchada por las cenizas, sin embargo su
maldición no le dejó perecer, y se levantó de las ruinas de la ciudad de
Arcadia, con piel blanca y mortecina, condenada a ser repudiada y temida,
llamada por los hombres en siglos posteriores como La Graya, con el castigo de no sentirse
jamás satisfecha en sed y hambre, más que comiendo carne joven.
Y
esa fue la maldición de Lycaón y Aquitania por tratar de alimentar al rey del
Olimpo con la carne de las víctimas, compadecidos sólo por Selene, que bendijo
a sus posteriores descendientes con la gracia de no mostrar su verdadera forma
más que con el influjo de la Luna llena. Pues a partir de ese día los dioses
prohibieron el sacrificio de infantes, y maldijeron a los descendientes de los
que faltaran al mandato, en especial a quienes tuvieran el atrevimiento de
comer niños.
Antonio A. Huelgas
30 de marzo de 2018