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martes, 13 de marzo de 2018

Un castillo en la niebla




La joven corría a toda velocidad, entre pasillos desolados, en las tinieblas, detrás de ella también corría su hermano, y ambos reían mientras el eco de sus pasos y de sus voces saltaba de un lado a otro en medio de los estrechos muros del castillo. Inventaban apodos y palabras, tanto impronunciables como sin sentido, mientras jugaban: Mialma, Lisalada, Eleaporto, Domenericominus Asur, Nazalar, Marguerileanimula, Serratinusinuel, Elohimiasuryahvefet, Nilamaluda Malina, Astronivocus arremé, y otras tantas igual o más complicadas. Ambos se divertían como niños, pero ya hace mucho tiempo habían dejado de serlo, envejecieron jugando entre laberintos, riendo en las sombras, perdidos en sonrisas y correteos. Ambos olvidaron sus nombres hace tanto que ni podrían siquiera recordar su primera letra, o la vocal en la sílaba tónica, apenas el arrullo de una palabra desconocida, perdido entre ecos y laberintos. La chica apenas podía pensar en el tiempo, en su edad, en el pasar de la historia fuera de los muros del castillo coronado por rayos, del monumento que, perdido en la noche, perdido en la niebla, entre valles y bosques y tierras desoladas, circundadas por la podredumbre de la esfera muerta, era tan sólo la última hoja verde sobre la última hoja seca de un árbol que todo había perdido tiempo atrás. Ella abrazó a su hermano mayor y recostó su cabeza en el hombro de éste, mientras el hermano acariciaba su largo cabello, y, sin hablar, se miraron durante un largo rato hasta quedarse dormidos, ambos recargados sobre la pared de piedra negra y ladrillos antiguos, sumidos en el silencio de los túneles, entretanto corrían los ecos a lo lejos, dejando tras de sí una estela redonda. A sus espaldas los grabados que databan desde el origen del hombre, olvidados en el más allá, entre resplandores de color arcoiris y gotas de agua que no cesaban de caer sobre un charco siempre seco, ríos de ceniza bajo la fría tumba en abandono. El mundo apenas era un cascarón, una vasija que se llenaría ante el encuentro de dos voces, y lo demás era terreno yermo. La joven durmió, y de sus sueños brotó el infinito caudal, en el amor de su hermano, y para su hermano, en verdes praderas y árboles de frutos sin fin, ante el brillo de un sol siempre radiante, sin ansiar despertar más que para correr y reír entre pasillos inmensos. Y así durmieron, soñaron, sin despertar, y en sus sueños corrían y retozaban entre pasillos sin fin.
Al exterior el cadáver observaba el castillo entre la niebla, perdido en las memorias tenues, en reposo y sin sentido por el cual mantenerse, escuchando fantasmas en el velo blanco, siempre a la espera, siempre condenado, por la incertidumbre de un nombre, y nada más, una palabra secreta y olvidada, el nombre de la última estrella, el nombre perdido, el nombre distante de su amada hermana.

F I N



Antonio A. Huelgas
13 de Marzo del 2018

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