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sábado, 20 de octubre de 2018

El Lugar. Parte 1

Mi barca se llenaba de agua. Ningún ruido. La superficie gris y azulada, estática, aparentaba que al ser tocada las ondas quedarían marcadas, y que algo al caer sobre ella se mantendría sobre ella, sin hundirse pero tampoco flotando. De alguna forma avanzaba, por algún viento el cual no podía sentir; más el frío sí. La vela tenía roturas, y cada vistazo a ella me adormecía y ahogaba. No me sentí molesto, ni asustado, y el miedo en mí no se debía a la vela ni a las aguas, ni a vieja barca ni al ausento aire. Tampoco la noche sin estrellas, ni mucho menos la soledad. Era lo conocido del camino, de ese lugar, y de la sensación que me embargaba. Carente yo, de emoción, de palabras, de pensamientos; éramos tan sólo silencio. Me había dejado la sabiduría y la memoria. Caí en la cuenta que no sabía quién era yo. Me fue indiferente. Lo único que tenía era la sensación de conocer ese lugar, y el miedo que causaba. Tal vez... una señal ¿Acaso peligro? No... el sitio lo era todo. El temor a él no era sino parte de él, al igual que la señal. Recorría el miedo, recorría la señal. El punto y el camino eran la señal ¿de qué?
No hacía más que avanzar, sabiendo que todo había dejado de importar. Avanzaba, de alguna forma. No sentía mi cuerpo, ni lo veía. No lo tenía ¿O sí? Estaba sobre la barca, y ésta sobre el mar. En la frialdad. Escuché una risa, o algo que parecía una risa... no... ¿El lugar reía? No. El lugar no podía reír. Pero... algo decía, se leía en alguna parte; en el ambiente. Quizá no era un lugar.
Vi entonces mi destino. Un círculo gris y negro, a menor altura que el mar, pero, hallábase sobre él. Sin olas ni playa, ni el montículo hundiéndose. Lo supe. El mar, el cielo, todo, incluida la barca y yo, flotábamos sobre el montículo.
La barca tocó tierra, y sin saberlo, sin tener un porqué, bajé.
Supe entonces que tenía un cuerpo ¿Lo había tenido antes? ¿De verdad lo tenía?
No estaba ahí.
Avancé al centro del círculo. Parecía que subía. En realidad bajaba. El montículo era más bien un hoyo, una hendidura. Lo más bajo de todo. El lugar completo se apoyaba ahí. Sin embargo, el círculo era el lugar. En ese momento me supe congelado, perdido. El movimiento se había detenido. El lugar había sido la quietud, y el movimiento. Ahí me envolvía, me tragaba. Las cenizas eran parte de mi, la tierra, y la quietud. No obstante, el lugar no era tierra ni viento, ni agua ni estrellas.
Silencio.
Tal vez.
Lo que había era por el lugar.
Vi mi reflejo en el centro del montículo. Tenía entonces rostro. Una faz destruida, pútrida, con los ojos abiertos, la boca abierta, sin nada en su interior. Vacío.
La mirada perdida en esos ojos tan quietos. Sabía que me miraba en su ausencia. No era un reflejo en el montículo, era un cuerpo. Cadáver observador. Mi cadáver.
Yo era.

Inmóvil. Muerto. Yo era el lugar.
Todo se detuvo (ahí).






Desperté.
Aterrado. Sobre mi cama, helado, sudando de forma tan fría como nunca antes. Mis ojos desorbitados; mi boca abierta, queriendo gritar, sin sonidos que pudieran salir de ella. Tardé un tiempo en descubrir dónde me hallaba. La luz apagada, la ventana y cortinas cerradas. La televisión seguía encendida. Pasaron varios minutos para recordar lo hecho antes de dormir. Veía una película, algo de acción. Me quedé dormido. Todo ello... ¿Fue un sueño? No lo sé, el, el... Lugar. Al soñar no sentía, todo era una... ausencia. Al despertar sentí el mayor pavor que en mi vida hubiera sentido; supe que jamás debía volver ahí. Aborrecía eso... me enloquecía la idea de volver al lugar.

Nunca he vuelto a soñar con el Lugar, y espero nunca hacerlo. 

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