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martes, 11 de diciembre de 2018

Aguas en calma


Suaves mareas golpeaban el costado del bote; subían y bajaban como un susurro, y acunaban la madera como si se tratase de un niño llorando. Calma, silencio palpable, y apenas una tenue voz del viento. Conforme se adentraban en altamar, mejoraba su fortuna. Un buen pronóstico para los jóvenes, pero el viejo Gilberto Manuel estaba desconfiado. Tantos años navegando, y nunca había notado tanta calma en un punto tan abierto del mar, tan lejos de la costa, y también de aguas conocidas. Ninguno de ellos había navegado jamás en ese punto. El capitán de la expedición era joven y confiado, por lo que no temió aventurarse ahí. 

     Las barcas fueron soltadas al mar, aún unidas al barco por sogas, para no perderse; lo que parecía cada vez menos necesario. La intención del descenso, además de bajar para poder pescar un poco y así reabastecerse , era ver si había algún rastro de tierra cercana, quizá hundido, o al menos algo valioso; algún provecho debía tener. Historias de sirenas y tritones eran comunes en las tabernas, más ninguno había visto ninguna en realidad. Tan sólo el más viejo de la tripulación se atrevía a admitir que sabía muy poco de los misterios del mar; muchas cosas que no podía explicar rondaban su memoria: siluetas en el agua con cuya apariencia recordaba a la suavidad de la piel de una mujer, masas que se movían y desaparecían, islas grandes y pequeñas que dejaban de estar cuando se acercaban a ellas; formas humanas y  lugares dónde el agua parecía sonreír, como si tuviese un rostro. Gilberto Manuel, sabía de los efectos de la falta de agua y del hambre, del cruento sol, y de los bancos de peces o los tiburones que a la distancia parecían de mayor tamaño. Había aprendido a no confundirse, sabía que la cabeza y el corazón emulaban voces que no eran reales, así como visiones. Sin embargo, tenía en cuenta que con todo su conocimiento había demasiadas cosas que no podía explicar del mar. La fuerza de las aguas y la tormenta tenían orígenes y razones inciertas, y era lo común; en cambio, la densa niebla sobre la superficie del mar, los sonidos metálicos y gritos que diferían de todo lo conocido, formas con tentáculos, tenazas y mandíbulas... y risas. Tantos misterios de los que era mejor cuidarse. Sus compañeros, algunos viejos, otros jóvenes, iban desde los incrédulos hasta los que creían en las leyendas; más ya en el mar se envalentonaban todos y cada uno, creyeran lo que creyeran, y todos tenían miedo en el fondo. Igual de terribles sonaban los monstruos que las olas gigantes; las sirenas de mortales cantos que la desorientación; entre islas móviles, monstruos de anchísimas espaldas y el perderse en el mar no había diferencia. Las ballenas no se acercaban al hombre, y aún con ello su presencia aterraba. Alguna vez Gilberto había visto a una ballena tan larga como la eslora de un galeón. Así se veía a la distancia. Para él, eso calificaba como un monstruo ¿Cuántas criaturas semejantes p de mayor tamaño se podrían esconder en las profundidades o entre los hielos perpetuos de los extremos norte y sur de la tierra? Los hielos perpetuo... nadie de la embarcación los había visto ni llegaría a verlos, pero las historias surtían efecto en los más osados. Hasta dónde Gilberto sabía, ningún conocido que se hubiese lanzado en tamaña travesía había sido visto de nuevo.

Se sabía ya que la Tierra era una esfera, no obstante ¿No habría cascadas que condujeran a los infiernos? El aspecto del infierno era desconocido, podía ser de fuego o podía estar congelado, o... tan sólo oscuridad y niebla. La Biblia contaba cosas, sin embargo muy pocos sabían leer, y los que lo hacían con soltura eran aún más raros. Gilberto Manuel sabía algunas palabras, y podía leer cartas breves, siempre y cuando las letras no fueran un conjunto de garabatos sin sentido, lo que, de hecho, era lo más común ¿Leer la Biblia? Era demasiado complicado; en las villas había sacerdotes que sabían hacerlo, a los que la mayoría se encomendaba por Fe y desconocimiento del mundo.

El bote avanzaba con lentitud y tranquilidad al ritmo de los remos. El agua parecía de un charco. Un niño que iba a bordo de la balsa pensó en ello e imaginó al barco como una hoja flotando en él, y bajo el agua quieta, un sapo al acecho, este pensamiento lo estremeció.

Vieron una roca que sobresalía, y decidieron acercarse. No fue el único. Unos metros detrás, un gran escollo. Les extrañaba ver roca en ese punto, pero tal vez era signo de alguna isla a medio hundir. Gilberto Manuel pensó en la Atlántida; historias fabulosas de una ciudad hundida repleta de tesoros le dieron ánimos. Aún así estaba preocupado. Al llegar al gran escollo, los marineros observaron algo verde que parecía moverse sobre la piedra. Muchos huecos en las rocas parecían contener esa cosa verde y viscosa que parecía moverse, era probable que fueran algas. Eso dijo uno de los que iba en la barca, no obstante, Gilberto Manuel pensó que si fueran algas tendrían que hallarse en otros sitios, no sólo en esos huecos. El oleaje podía haberlas introducido a los huecos. El defecto en la teoría era que no había oleaje. Los 3 hombres en la barca tenían un mal presentimiento, pero sólo Gilberto habló para decir que no le agradaba ese sitio, y debían irse. Artemio, un joven adulto, se negaba, y criticaba al anciano por ser demasiado temeroso, diciendo que temía a vanas supersticiones. El niño asentía, secundando al joven adulto; le temía, de muchas formas. En cambio Gilberto Manuel insistía.

El chico, queriendo complacer a Artemio, sugirió investigar en los agujeros, pues ahí podía haber algo valioso y rápido de sacar. Artemio deseaba encontrar un tesoro, o al menos un algo por lo que valiese la pena haber ido a investigar el escollo. Decidió hacer caso a la idea del chico, y en sus adentros no pensaba detenerse ahí: si encontraban algo de valor, seguro habría más, y si no, debían seguir hasta encontrarlo. Ordenó entonces al niño, por ser apenas un grumete, meter la mano en uno delos agujeros. El chico sintió miedo. Gilberto Manuel estaba ya muy viejo para llevarle la contra a Artemio y defender el chico, por lo que decidió ofrecerse. Artemio se negó: quería que fuera el niño quién lo hiciese. Gilberto insistió inútilmente. Al final, optó por darle una navaja al muchacho, para que no metiera su mano desnuda.

Acercaron la barcaza. El niño entonces se paró sobre el borde. Tuvo que detenerse de la piedra para para no caer. Estaba temblando de la cabeza a los pies; no era la primera vez que hacía algo así, de hecho hacía cosas más complicadas todo el tiempo, a pesar de ello la idea de caer en esas aguas le producía pavor. Respiró hondo. Detrás, Artemio le gritaba que se apurase. El chico soltó una risa nerviosa; estaba sudando frío. Algo lo tomó del hombro. Sintió un sobresalto. Era Gilberto Manuel, quién lo sostenía para que no cayese.
Se sintió aliviado de que su compañero lo sostuviese. El niño respiró profundo. Se sostuvo con fuerza, y, en un movimiento errático y veloz, hundió la navaja. Al instante su brazo se fue con la navaja en el agujero. Lo verde no era producto de las algas, sino una membrana. Un líquido morado comenzó a brotar de ahí.  El niño gritó con fuerza y sacó la mano al instante, para caer sobre el bote. Artemio lo tomó del hombro para levantarlo y azotarlo. El hombre estaba decidido a que el niño aprendiera a no ser incompetente, así que ya lo tenía agarrado del cuello para la golpiza; y de un momento a otro sus planes cambiaron, pues el agua se agitaba de nuevo, más no en oleaje, sino como una multitud de ondas. Las rocas temblaron, y el mar calmo comenzó a burbujear. Gilberto Manuel supo que había tenido razón desde un comienzo.

Artemio apresuró a los demás para remar e irse. Vapores densos salían de las aguas. El niño y Artemio remaban tan rápido como podían, entonces el segundo entró en desesperación, le dio su remo a Gilberto Manuel, y decidió patalear para dar velocidad al bote. Los demás quisieron detenerlo para que no desequilibrara el bote y pudiera voltearlo. Para su fortuna, y desgracia de Artemio, en cuanto puso los pies en el agua, éstos se volvieron al instante en una masa sanguinolenta. Entre aullidos se alejaron del escollo.

Estuvieron muy cerca del barco, listos para subir a su compañero; creían estar a salvo. Entonces, aún cerca del barco, las aguas seguían vaporosas y burbujeantes. Un sonido ahogado y agudo retumbó. Las piedras por debajo comenzaron a levantarse de horizontal a vertical. La ebullición se tornó en un remolino. Los aterrorizados miembros de la tripulación vieron como dos muros enormes, cubiertos de afiladas piedras, se cerraban sobre ellos a su vez que el remolino los jalaba al centro. Las paredes se cerraron como fauces, y una gran montaña se formó ahí, durante al menos varios días, hasta volverse a hundir en las profundidades.

El barco Santa Catalina, desapareció de la faz de la tierra. Se dice que fue víctima de piratas, más nadie ha encontrado jamás un solo indicio de ello, pues el sitio en el que desapareció, era temido tanto por piratas como por marineros experimentados de armadas de distintos países.

Hay rincones misteriosos en el Océano Pacífico, al igual que en el resto de ellos, dónde, desde hace muchos años, se cuenta suceden eventos misteriosos. La gente los evita, y no faltan valientes que los exploran, pero los incontables desaparecidos superan incluso las ambiciones imperialistas.

Mientras tanto, en las profundidades, hay formas que se retuercen y profieren sonidos agudos...


Antonio A. Huelgas
11 de diciembre del 2018

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