“¡Cañones!
¡Cañones!” gritaba alguien desde la torre de observación, antes de la
desaparición de esta entre las llamas y la fuerza de las armas de conquista
llevadas por los Emperadores.
“¡Protejan el muro! ¡El muro!“ La orden de nuestro
general se perdía entre los alaridos de los heridos y el ruido de las paredes
hechas añicos “¡Defiendan el… el… defiendan…” Al pobre hombre no le quedaban
muchas lágrimas que derramar. La derrota era inminente. Si el sujeto
sobrevivía, era probable que terminara sirviendo al enemigo, o hecho
prisionero, como rehén, ejecutado, o tal vez esclavizado ¡Peor aún! Quizá
fueran a torturarlo, llevarlo arrastrando como alguna vez había hecho Aquiles
con el cadáver de su aguerrido rival Héctor. Era posible también que los
soldados de los Emperadores tuvieran entre ellos a personajes perversos que,
además de atormentarlo y darle muerte, acabarían con su honor, o con algo más, quizá
con… ¡No, no, no! Pero, no era posible, o sí, inclusive… ¡No! ¡Qué horror! ¡Y
qué crueles…! Cuán terribles métodos podían habitar en la mente de hombres a
quienes se les temía por sus terribles tratos hacia los desafortunados
sobrevivientes, a tal punto que la mayoría prefería suicidarse, incluso los más
fieros ¿Tan horrorosas eran sus vilezas? ¿Sus actitudes y canalladas? ¿Sus
violaciones? ¡Por Dios cuanta maldad!
¡Qué infames debían ser esas tropas si se atrevían a cometer semejante injuria!
Aunque eso no era lo peor. Nuestro general recién había sido nombrado en el
cargo ¡Qué felicidad! ¡Qué dicha! ¡Cuánto honor! Subir poco a poco, de un
simple soldado raso a un general. Este hombre recordaba como de niño le gustaba
jugar con espadas, imaginando que dirigía de forma honorable, defendiendo con
valor a su nación, a su rey, a su gente. Los sueños de un infante que confió
demasiado en su patria, las esperanzas de un adulto que creía poder alcanzar el
objeto de sus fantasías más profundas, la perdida de todo sentido para quien en
un instante le habían vedado toda ilusión, siendo arrojado a una verdad cruda e
innegable. Su cara, su expresión vacía, confundida, todo valor, toda emoción lo
había abandonado. Nuestro general dio fin a su vida, arrojándose hacia el mar
de llamas de lo que habían sido los muros de la fortaleza, alimentado por las
almas de miles de muertos.
Entonces
conocimos la derrota.
Para
mí no hubo duda ¿Qué más podía hacer? ¿Cómo
salir vivo del infierno en la tierra? Escapar, abandonar a mis compañeros a su
suerte ¡Si, eso debía hacer! Estaba seguro de que mis compañeros morirían,
todos y cada uno ¡Pobre del que no!
Entre
las llamas se abrió un hueco entre las fuerzas de los Emperadores y el bosque
¡Mi oportunidad, mi escape! Corrí fuera del campo de batalla, atravesando un
pequeño flanco entre ambos frentes, una línea curveada entre dos masas
enfrentadas, un dragón hecho de los cuerpos y voluntades sublimadas de cientos
de miles de personas, su aliento era la lluvia de voces vacías, sus colmillos y
garras estaban en los pelotones que conducían a semejante abominación al
interior de nuestra ciudad. Su fuego era la infernal maquinaria del mundo
moderno, monstruos de metal que se alimentaban de la sangre de los hombres.
Escapé. A duras penas, evadiendo por segundos un destino
fatal. La muerte los esperaba, su manto había sido echado sobre un valle
pintado de rojo. Las Tres viejas de
mirada implacable sostenían sus tijeras, más como espadas, cortando, sin pensar
ni detenerse, los hilos de millares de destinos.
Así, como empezó terminó, ubicado en lo alto de un monte,
observando una acéfala masa, indetenible como el actuar de la naturaleza. Avanzando de frente hacia mí.
F I
N
Antonio
Arjona Huelgas
25
de mayo de 2016
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