Entrada destacada

Movilización a Memorias andantes

Una necesaria movilización Hace ya un año, con la caída de Google +, decidí trasladar el blog a WordPress, a fin de mantener con vida e...

martes, 20 de febrero de 2018

La entrevista de Anselmo


Juan Anselmo veía con ansiedad su reloj, aquel de pulso y broncíneas manecillas y correa café que su abuelo le había regalado cuando apenas era un niño. Ahora, como el adulto responsable en que se había convertido, esperaba sobre un sillón viejo y de colchones rotos, una entrevista en un trabajo un tanto más o menos mediocre que dónde se había presentado la semana anterior ¿De verdad tanto estudio y tanto esfuerzo para eso? Casi era una suerte que su abuelo estuviese muerto, así no tendría que regresar a su casa para fingir una sonrisa y mentir diciendo que le había ido bien en el trabajo, que le emocionaban los retos del día a día, el fascinante mundo de la competencia y los negocios, en el que buscaba a diario un empleo en el que no se le explotara más que sus subordinados, dónde la “superación” no fuera un interminable ciclo de lamer bolas aquí y allá, ciego y sordo en una espiral de supuesta autosatisfacción, mantenido por la conveniencia y las llamadas “amistades”; una suerte de tratos con distintos diablos.  Su madre era quién escuchaba sus mentiras, pues su difunto padre ya no estaba para avergonzarse del inepto de su hijo, aunque no era más de lo que éste último se avergonzaba y se decepcionaba del mundo; y, aún con lo que Anselmo sabía y la frustración que lo embargaba, se mentía a sí mismo todos y cada uno de los días, y cada vez peor: su situación era peor de lo que siquiera concebía. El muchacho era apenas un pobre remedo de lo que había sido años atrás: un joven ingenuo y estudioso que creía en cuanta mentira generalizada escuchara aquí o allá; en resumidas cuentas un imbécil. Ahora, para acabarla, como una muy graciosa e irónica cereza en un pastel de porquería, Anselmo era el pobre y reducido remedo de un imbécil.
En caso de obtener trabajo hablaría con su madre, fingiría orgullo de sí mismo y, por supuesto, alegría. Después de todo la felicidad es la meta de toda persona ¿O no? Aún del pobre y reducido remedo de imbécil que era Anselmo. Después llamaría a su novia, una chica ingenua, en ocasiones ignorante, en ocasiones mordaz, vinculada por la conveniencia del renombre y las palancas, cuyo mayor talento, el de ser más inteligente que Anselmo, no representaba una cualidad auténtica, pero ¿Qué más se podría esperar del pobre y reducido remedo de imbécil?
En retrospectiva Anselmo creía que debió haber estado con esa chica con sueños de ser cantante y voz angelical, cuyos grises ojos brillaban de forma única, y su mirada parecía contener todos los sueños e ilusiones pensados por el hombre. Por supuesto que Anselmo, a pesar del hipnótico gusto que le causaba, no era capaz de pensar tales adjetivos, ni mucho menos de decirlo, lo que le faltaba de cerebro y delicadeza le sobraba de cobardía ¿Cómo entonces Anselmo no había superado sus limitaciones aún con una chica tan bella y especial? Bien, además de que ella sí era inteligente y tenía algo de valor que aportar al mundo, aún con aspiraciones que para el común resultarían en extremo ingenuas, las cuales, por supuesto, estaban bien pensadas y centradas en una observación profunda de la realidad, Anselmo tenía el curioso defecto de creer y actuar en consecuencia de lo comúnmente aceptado, al punto de tener menos aspiraciones que un comatoso ¿Qué esperaban del pobre y reducido remedo de imbécil de Anselmo?
En fin, el pobre y r..., perdón, Anselmo, esperaba a que le abrieran; dos minutos más. Mientras tanto pensó en su abuelo, un señor bonachón cuyo único defecto fue morir demasiado pronto como para dar convicción a la mente de Anselmo. Tal vez si tan sólo el viejo hubiera vivido un poco más, Anselmo no sería un pobre y reducido remedo de imbécil. Anselmo suspiró, perdido en sus recuerdos, desgarrado, ardiendo por la ansiedad de su entrevista, arrastrado por el peso del futuro y las difuntas ilusiones, quebrado, roto, desollado y revestido de cuero por sus mentiras, esas que tanto se decía a sí mismo; y hundido por la incertidumbre.
Al fin sonó un timbre, que anunciaba que podía pasar. Anselmo se levantó y se aproximó hacia la puerta. Nuca esperaría lo que iba a encontrar del otro lado.
El impacto fue inmediato, la voz que lo recibió le indicó que se sentase, más Anselmo no era capaz de salir de la estupefacción. El sujeto le indicó de nuevo que se sentase, y le habló con un tono familiar, uno digno de una persona buena, realmente buena, de un amigo, de un padre. “Veo que has perdido mucho tiempo en tonterías, campeón”, dijo el sujeto con una sonrisa amplia y un tono simpático, no de burla, ni de ironía ni de sarcasmo; en lugar de eso era un tono amable, comprensivo, amistoso y repleto de cariño. “Perdóname mucho, Anselmo, creo que te hice esperar demasiado. Debió ser un eterno girar ante tus ojos ¿no?”. Anselmo seguía sin contestar, no podía creer quién lo recibía; habló, en definitiva lo hizo, pero nada de lo que dijo tenía sentido alguno, como casi todo lo que Anselmo decía. Más en Anselmo había un leve murmullo de paz, una vida que no había tenido desde años atrás.
Así habló el abuelo de Anselmo: “Hijo mío, creo que te has perdido. Siento no haberte encontrado antes. Veo que has sufrido bastante, has caído y caído y caído, una y otra vez, y cada vez más, te has vuelto infeliz y lo que más me duele es que te has perdido en el camino, dejando de ser tú”. Al oír esto, Anselmo no pudo más que echarse a llorar. Tanto tiempo sin ver a su abuelo, la vida había sido para él como un juicio del Cielo por ser quién era, por su miserable existencia, y ahora, después de tanto, la única persona que le había hecho sentir que valía, se presentó ante él, en un entrevista de trabajo.
Anselmo habló: “¡Ya no puedo más! Odio tanto todo, me odio tanto ¡¿Porqué no he muerto?! ¿Porqué moriste tú? ¡¿Porqué me abandonaste?!”. Las lágrimas bañaban el rostro de Anselmo como los afluentes de un río, y caían como cascadas en sus brazos. Su abuelo le colocó la mano en su hombro mientras lo tranquilizaba.
“Perdóname por no haber estado ahí. La hora me llegó sin previo aviso, a las 3 y cuarto de la tarde de un viernes. No pude hacer más, siento que hayas estado muerto desde ese entonces. Nunca supe lo que pasaría, de haberlo sabido me habría preparado mejor, te habría preparado mejor”. La voz del abuelo era un bello recuerdo, un sonido tibio, firme y paternal, era calma y era paz, y más importante aún, era perdón.
“Abuelo...” decía Anselmo entre sollozos “Abuelo... ya no quiero estar aquí, no puedo más. Llevo tanto tiempo siendo infeliz; con una mujer con la que no soy feliz, ni tampoco la hago feliz. Con una madre que ya no puede caminar bien, a la que siempre decepciono y que cada vez decepciono más; y no tengo a nadie más. No sé si podré conseguir un trabajo, ni siquiera si podría salir adelante yo solo. Ya no puedo... ya no puedo... Siento haberte decepcionado... perdón, por favor”. Anselmo lloraba y su abuelo le tranquilizaba.   
“No te preocupes, campeón. Todo estará bien, todo acabará pronto”, decía el abuelo.
“Estás muerto ¿En serio estás aquí?”, dijo Anselmo recobrando un poco la voz, más no la compostura.
“Si, tú eres el que no está aquí. Te arrastrado entre los vivos por mucho tiempo. Más pronto lo estarás”. Anselmo entendió lo que pasaba. Se fijó entonces en una puerta azul cielo que estaba detrás del escritorio; tenía una especie de brillo tenue. Aunque, más a detalle, era como si detrás de ella brillara la luz del sol.
“¿Me acompañaras?”, preguntó Anselmo mientras la tristeza y la esperanza bailaban en su voz.
“Te veré del otro lado, más el camino a la puerta lo debes recorrer tu sólo, y nadie más que tú la puede abrir”, su abuelo habló con paciencia y comprensión, y Anselmo entendió lo que debía hacer. Ya no era más un pobre y reducido remedo de imbécil, ahora era quién siempre había sido. Se levantó, y avanzó poco a poco, arrastrando los pies, con pasos lentos y calmados, temerosos, no tanto por lo que habría del otro lado, sino por la posibilidad de que sólo fuera un sueño. Caminó más y más, hasta la puerta azul; tomó el pomo con las manos temblorosas, y lo giró con lentitud y dificultad, como si estuviese atorado y su mano le pesara una tonelada. Atrás creía escuchar una voz parecida a la de la chica de voz angelical y ojos grises con la que nunca había podido estar, más no era ella, no podía ser ella, sin embargo era tan semejante, parecía estar ahí, y si no lo era, al menos se oía igual a ella.
Abrió entonces, y nunca más volvió.
La muerte de Anselmo se dio en la sala de espera. Al inicio la secretaria pensó que dormía, pero al acercarse notó que no se movía, y se apresuró a pedir ayuda.
Anselmo falleció por un derrame cerebral, mientras observaba su reloj, nadie podría haber afirmado el momento exacto en que sucedió, pero si la hora y el minuto. Anselmo dejó este mundo a las 3 y cuarto de la tarde de un viernes cualquiera. La Muerte lo llamó, vestida con la piel de su abuelo, para su última entrevista; cargaban el mismo reloj, y al mismo tiempo 3 campanas sonaron antes de atravesar la puerta azul cielo.
La Muerte le fue amable en sus últimos momentos, lo llevó sin dolor, perdonando dejando que se perdonara, y ,además, le permitió avanzar por sí mismo. Anselmo no le había decepcionado, había cumplido tanto como había sido capaz, durante toda su vida, las cosas no podían ser de otra manera.
 Así, durante el juicio del cielo en la mente de la Muerte, en el eterno avanzar del tiempo, el correr de las arenas de la imaginación de la muerte, aquel reloj de pulso y manecillas broncíneas y correa café marcaba un nuevo día, en el que alguien más había nacido para morir.


F I N



Antonio A. Huelgas
18 de Febrero del 2018

No hay comentarios:

Publicar un comentario