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viernes, 29 de diciembre de 2017

Los colores del horizonte

Conforme avanzaba el horizonte cambiaba, transmutaba sus formas, su principio, sus colores. En un lugar el azul profundo casi negro se cernía sobre mi cabeza, más abajo el morado, después violeta, azul cielo, otro más claro y un turquesa, después una leve franja de verde muy claro, blanquecino, a continuación amarillo y al final blanco entre el descenso del sol y los suspiros de la tierra. Sólo la voz del sol yacía a la vista, no su fuerza, no su forma, nada más que el color de su aliento y su mirada tapada por edificios, árboles y montañas. Esos tonos eran especiales, únicos, parecían contener todo color que pudiese haber, cada escena que pudiera darse sobre la tierra, cada historia, y al tiempo guardaba la presencia de las más grandes maravillas del cosmos, visiones infinitas de lo perenne y lo vago, lo eterno y el instante cambiaban y permanecía, morían y nacían al tiempo  que se reducían y crecían. El viento calmo apenas y arrullaba las hojas más viejas, con suavidad, un cierto cariño dado por la brisa, una caricia que nadie más otorga. El sonido pareció enmudecer, el ruido de los autos y la ciudad pareció detenerse, el murmullo de las ramas, de las hojas de lo alto, lo demás fue silencio. Mis pasos inaudibles, sutiles, evitaron interrumpir tal escena, ni profanar la tranquilidad. Mi respiración se detuvo, el viento y mis pulmones acordaron no asfixiarme, con el fin de contemplar los colores del horizonte. El suelo mismo estaba confabulado.
El tiempo quiso detener su caminar, y apenas logró hacerlo un instante.
Después retomé la marcha, y tuve que arrepentirme, pues los colores ocultos del cielo habían desaparecido.
Los sueños del sol y las ensoñaciones del cielo eran de nuevo lo escondido para el mundo, cuyas visiones son ciegas frente a lo recóndito del más allá. Así la hora dorada, la hora mágica encierra un secreto que para mí sólo se ha revelado una vez.
Busqué desesperado para ver de nuevo esos colores, pero el descenso del sol impidió que tales colores se vieran por segunda vez. Nunca más los colores del horizonte serían tan sublimes, tan brillantes y sutiles, ni tan frágiles. Ahora entiendo porqué los egipcios solían pensar que Atum, dios primero creador de todas las cosas y parte esencial de ellas, era simbolizado por el atardecer. Sin embargo ningún atardecer, ni el más bello de todos, semejaría los colores del todo, mostrados ante mí en y por un instante, un paso entre pasos, en el silencio absoluto cuando el sol muere.

Antonio Arjona Huelgas
29 de diciembre del 2017

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