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martes, 31 de octubre de 2017

Voces gélidas


Suspiro, viento frío del norte, ruina de los ejércitos, desolación de los pueblos, habitante de las más altas montañas ¡Toma por favor el cuerpo que se te ofrece y permítenos el paso! Que tus garras no corten la piel marginada por tu aliento, ni tu silencio aceche nuestros pasos ¡Oh señor de la Tierra de los muertos! Tu que te escondes entre voces y persigues en el silencio, haz que tu naturaleza maligna caiga sobre otros y no sobre quiénes respetamos tu voz ¡Te rogamos, amo de las voluntades frías e impías! Cumpliremos tu ley, el pacto realizado hace tanto con los antepasados del ser humano, perdidos ya en el abismo del tiempo”


El sacerdote concluyó la oración y el grupo avanzó al interior de la cordillera. Los vientos gritaban, la nieve cubría los alrededores, días antes las tierras al sur de Nin habían sido arrasadas por un cúmulo de niebla, surgido de las montañas por las que ahora los miembros de la compañía debían atravesar, un aire gélido que había arrasado todo, los animales, las plantas, inclusive las construcciones de adobe, madera y piedra se habían transformado en bloques de hielo. Nada sobrevivió.  

Las aldeas por las que pasó la niebla desaparecieron, y sólo los cazadores que en ellas habitaban, pero que habían salido en busca de manadas de venados y búfalos con los cuales alimentar a su pueblo, vivieron para advertir lo acontecido a los miembros de otras aldeas. Eso con respecto a los no desaparecidos.

El resto, la mayoría, tuvieron un destino similar al de las aldeas, o al menos eso se cree, pues no quedó rastro de ellos. Es posible que fueran sepultados bajo toneladas de nieve, o llevados por los terribles vientos que acompañaron el periodo llamado, años después, como “El tiempo glacial de Nin”.

Es cierto que la niebla no arrasó todo Nin, de hecho se limitó a los poblados cercanos a las montañas, más nadie la olvidó. Además, todo se cubrió de hielo y nieve, inclusive sitios áridos y desérticos. Hecho preocupante, o al menos curioso, para cualquiera que posea una mínima capacidad de observación del entorno, o de lógica.  

No obstante, más allá de cualquier lógica, concepto que no es conocido siquiera en muchos de los pueblos que integran Nin, las personas temen el regreso de la niebla, y entre ellos están los curanderos y sacerdotes de la antigua religión de los dioses que habitan la brisa y la ventisca. Ellos propusieron atravesar la cordillera del Kan, dónde se cree que habita el dios del viento helado, y ahí depositarían un sacrificio.

Así, un grupo de sabios y guerreros partieron a las montañas con el fin de calmar la furia del antiguo dios demonio, con el rito y el sacrificio necesario. Más nadie puede tomar el viento entre sus manos, ni retener el sonido más allá de su constancia o del recuerdo, y los aromas brindados por la brisa no pueden ser más que porciones demasiado minúsculas de aquello que las produce; en cambio el viento nos envuelve y nos sostiene. Nuestras voces existen porque el viento las permite, pues las mueve, sostiene, agita o interrumpe. Los sabios y guerreros tenían fe en su sacrificio, y en los dioses del viento, pero ni la fe ni los dioses contienen al viento, es hijo del cambio y la permanencia, y encarna la naturaleza de sus padres.

 El grupo dejó el centro de la cordillera, el cruce entre dos montañas que chocaban entre sí, dónde habían depositado su sacrificio: pétalos de flores, pelo de 7 animales distintos, y las cenizas de un infante.

Confiaban en su ofrenda, creían en la clemencia de su dios ausente, y de todos ellos sólo una niña sería vista por vez nueva.

Los sacerdotes se perdieron entre los laberintos montañosos, los guerreros se fundirían con la nieve y el hielo, y el fuego de sus venas no alcanzaría para alimentar las voces del frío; y al final, los sabios ascendieron demasiado, tanto que el viento frío y siniestro los haría caer en el abismo celestial.

En cambio la niña comprendía los sueños elevados, sabía por sus ilusiones ascender entre huracanes, y tanto el viento gélido y siniestro, como el cálido, disfrutaban de sus paseos imaginarios entre las estrellas, y la guiaban a su gusto, sólo por el placer de ver su sonrisa.
Sin embargo, aún con la frialdad del viento del norte, de su carácter siniestro, de lo mezquino, las ofrendas fueron recibidas, y la niebla de la muerte detuvo su paso.

Pero el blanco tacto se mantuvo sobre la tierra de Nin, el aire y el agua hechos envoltorio, vueltos una gélida sábana, siguieron ahí al menos durante un siglo, y hasta el día de hoy formas tenues, evanescentes, figuras disueltas en la nieve y la ventisca, en la tormenta, al tiempo que la tempestad aulla, se observan en al pie y en lo alto de las montañas, y en una larga fila alrededor de la cordillera, nunca alcanzables, siempre intangibles, siempre distantes, un reflejo entre el blanco y el azul del cielo.



Antonio Arjona Huelgas
31 de Octubre del 2017

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