La
guerra no es el peor mal de la humanidad, más bien una consecuencia de éste, o
tal vez sólo una consecuencia lógica ante la naturaleza mezquina de las
personas, en todo caso resulta en algo contraproducente en la vida de las
personas, la naturaleza y la estabilidad social. Se volvió una moda tras las
Guerras mundiales, del periodo llamado por algunos como Guerra civil europea,
hablar de ella como un cáncer que detiene el progreso, a la fecha. Por otro
lado, la crítica por parte de los representantes de la Escuela de Frankfort
evidencia que la propia guerra es resultado del progreso y la modernidad,
también lo son la burocratización de la vida, la pérdida del valor del hombre
en favor del desarrollo tecnológico, la instrumentalización de la vida humana y
una decadencia que parece conducir a escenarios distópicos de diferentes
índoles; aunque si hablamos de un caso literario cercano a la realidad, cabría
mencionar el de Un mundo feliz de
Aldous Huxley. Lo anterior parece reforzarse ante la palpable evidencia de que
el progreso tecnológico se ha visto favorecido por las guerras, incluso en
inventos provechosos para la humanidad que van desde la informática hasta la
medicina, inclusive las ciencias sociales que son forzadas a enfrentar
realidades contradictorias. Dadas estas características, la guerra podría
resultar benéfica para algunos, o un mal menor. A fin de cuentas, a pesar de
las opiniones actuales y la ingenuidad de genios como Einstein con respecto a
éste problema, parece que ciertas consideraciones de Hegel han sido más
acertadas pese a ser a su intención de justificar el Estado prusiano. Así, bajo
ésta lógica, pero más en contra de la barbarie bélica, la filosofía benjaminiana
ha tenido aciertos significativos.
A mi parecer, el conflicto parece
algo propio del ser humano, la injusticia, la necesidad de someter de forma física,
retórica o simbólica, son sólo un elemento más de los humanos. Es posible que
lo mejor sea desapegarnos de cualquier identificación con nuestra especie, a
menos que tengamos un alto grado de optimismo, ingenuidad o rebeldía que nos
permita sobrellevar nuestra condición. Claro, también está la opción de abrazar
la realidad, lo que parece una locura, aunque, después de todo ¿Qué no todos
cargamos con un poco de ella? Somos humanos ¿no?
Al menos eso creo.
Al menos eso creo.
Di muchas vueltas para ir hacia el
punto de lo que pretendo contar, tanto que apenas recuerdo a qué iba, más no lo
hice, y no ha sido en balde lo dicho hasta ahora. Los humanos viven en
constante contradicción, tanto que la hipocresía y la incongruencia son en
extremo comunes, al punto de que todos caemos en ellas, unos más, otros menos, se vuelve algo casi indispensable al socializar. Bien
lo dijo alguna vez Freud durante un intercambio de correspondencia con
Einstein, tal vez la guerra sea algo natural en el hombre. No lo sé, la propia
naturaleza manifiesta caos y conflicto hasta en sus aspectos más elementales.
Lo que nos trae aquí, la historia en cuestión, de hecho, nos lleva a la observación de lo natural, o de lo profundo de la naturaleza.
Lo que nos trae aquí, la historia en cuestión, de hecho, nos lleva a la observación de lo natural, o de lo profundo de la naturaleza.
Todo empezó durante mi infancia
tardía, cuándo mis ojos y mente adquirieron la capacidad de ver luces y sombras
que yacían en el fondo de las cosas, por así decirlo, como si viera
otro lugar con distinta lógica y leyes. Difería notablemente de los efectos de
la luz en nuestros ojos, que produce curiosos colores o rastros de luz cuando
cerramos nuestros párpados, lo que ofrece un personal espectáculo de luces
violáceas o verdosas, amarillas o rojizas. El sitio al que osé llamar “El Mar de luces” estaba poblado por
destellos tan intensos como el sol, con formas semejantes a las fotografías de
galaxias o nebulosas tomadas por satélites o telescopios potentes. Cada uno
brillaba tal y como si se estuviera parado en el sol, con su brillo envolvente.
Todas esas formas refulgían, vibraban, se juntaban y dispersaban, se
transformaban y fluían, y… no sé cómo expresarlo con precisión, pero realizaban
todos estos movimientos a la vez a través de una forma de movimiento que las
intercalaba o les daba… ¿Dirección? O tal vez sólo los unía. Esto ocurría fuera
de tiempo, es cómo si cada una de las luces conllevara todas sus posibilidades
en un mismo sitio o instante, atemporales en realidad. Cada una tiene su propio
“movimiento”, su figura o manera de refulgir, ninguna se
repite. De hecho, aunque hablé de las luces como “formas”, tal concepto no
haría justicia a lo que eran, a lo que son, y no creo que exista concepto
alguna que lo haga.
En fin, las luces están vinculadas
de forma profunda al mundo y todos sus componentes, incluyendo los seres vivos,
y por lógica a los humanos. Cada luz se puede vincular a una persona, a un
conjunto de ellas, a cosas nanométricas o inconmensurables como el planeta
entero, o más allá. No hay un patrón, al menos ninguno que haya podido
detectar. Y a pesar de todo “El Otro lado” siempre parece exceder el mundo, a la
realidad material. No es que se trate del mundo platónico de las ideas o algo
semejante, “El Otro lado” tiene cierta cualidad material, y excede, a su vez,
cualquier idea. No sé con exactitud qué sea, ni su razón de ser, aunque es muy
probable que nuestro mundo sea en función del “Otro lado”, al igual que las
ideas y percepciones. Podría ser una metafísica en tanto que excede todo lo
material, pero de igual forma lo abarca, contiene todo lo físico, y esto, todo
el universo en el sentido más amplio imaginable de la palabra, es apenas lo más ínfimo en el Flujo, es menor a la
fracción más corta del segundo, de la partícula subatómica, y con ello estoy
seguro que sobreestimo al universo. Lo más cercano al “Otro lado” son, tal vez,
los sueños.
A los humanos les ocurre algo muy
curioso, ya no sólo forman parte sin saber del “Otro lado”, los vivos son luces
inmóviles que son arrastrados ante el flujo de todas las cosas, en el que el
tiempo mismo es una piedra más, mientras los muertos se mueven entre aguas, más
nunca contra la corriente. No es posible ir contra el Flujo, todo y todos somos
en él. En todo caso, todo ser vivo emana, en ocasiones, una especie de
oscuridad móvil. Ésta si puede sortear los rápidos, al igual que los
muertos, más a diferencia de estos, las oscuridades devoran la luz, como un
agujero negro.
Los símiles astronómicos han sido
sobreexplotados en la literatura, el cine, la música y todo aspecto de la
cultura actual, ilusionada por los avances científicos, así como autores
aficionados, que, dadas las condiciones, suelen rayar en la vulgaridad y el sin
sentido, en exageraciones vanas. No obstante, el uso que he dado de ellas,
tratando de no caer en un error común, ha sido necesario, y muy a mi pesar
insuficiente.
Retomando la frase del inicio “la
guerra no es el peor mal de la humanidad”, es una afirmación que tiene sentido
tras conocer lo que los humanos emanan en “El Otro lado”: oscuridad infinita. Su efecto en el mundo real se manifiesta en el interior de las personas, y
siempre ha estado ahí, pues la oscuridad, en este caso, es atemporal. Me
atrevería a decir que todas las desgracias tienen una causa material, debido a
que en “El Otro lado” no son más que una variación de tono y brillo, pero la
oscuridad es la nada, la muerte absoluta.
Las oscuridades se mueven, extienden
y devoran, no viven pero perciben, algunas conocen cosas y susurran y se
arrastran entre los hilos del mundo. Los únicos que las perciben y logran
mantener distancia son los muertos, pues los vivos estamos inmóviles, inertes
en un sueño que nos impide escapar. En lo que llamamos sueños, Hipnos y Tánatos
guardan la llave para evadir la oscuridad, no hay otro escape. Aun así el éxito
en tal objetivo es poco probable. Tras años de sentir “El Otro lado” conseguí
moverme a través de él, y me introduje en una luz errante y gigantesca, de color rojo brillante, atractiva, rastros de miles de colores giraban en su interior y otros
dibujaban líneas infinitas, era bella sin lugar a duda, tan bella, tan grandiosa, tan impresionante.
Sin embargo, su interior, lo más
profundo, era el abismo. Millones de muertos habían sido engañados y atrapados,
como un objeto en el espacio atrapado por la fuerza gravitacional de un agujero
negro masivo, y los vivos habían sido atrapados sin saber en su órbita. El
núcleo de la cosa era la oscuridad infinita y eterna, de la que ni siquiera la
muerte podía liberar.
La cosa devoraba la luz, y también
se alimentaba de las oscuridades más pequeñas de vivos y muertos. No sé si
crecía, ya que no tenía un tamaño tal cual, era infinita por sí misma.
Huí de alguna forma, valiéndome de los
muertos, a quienes sacrifiqué en mi ascenso, para no ser atrapado por las
sombras. Encontré la forma de valerme de las luces móviles e inmóviles para
escapar, por medio de las sombras que yo generaba. La corriente era poderosa,
no tuve otra opción. Sacrifiqué más de lo que jamás hubiera deseado.
Me arrepiento en particular de una,
a lo que identifiqué en mi vida, un viejo amigo, una luz conocida, que jamás
existió, no tras haber sido arrastrada a la oscuridad. Todo rastro de él desapareció, en su vida, en su hogar, en los recuerdos de la gente, excepto en
los míos. Quiero pensar que asimilé parte de su luz, y que esta fracción no
desapareció.
No fue la única persona conocida,
pero si la única cercana, contra la que cometí la peor de las traiciones. No
quiero hablar de quién era o de quién pudo haber sido, el mundo ha dejado ese
lugar desde antes de que hubiera tiempo, y la certeza intemporal se impuso a lo
antes sabido. Y nada valió la pena.
La oscuridad infinita, a la que
llamé Silbán por un relato breve que hallé en internet, y que se ajusta a lo que
es la cosa, tiene el dominio y la victoria. Poco después de mi exploración
funesta, me enteré que la luz de nuestro mundo, en la que todos habitamos, está
dominada por una terrible trayectoria, no es más que un títere ciego que se
arrastra con lentitud hacia la eterna oscuridad. Me gustaría que el sentido de
mis palabras fuese figurado, más todos nosotros nos arrastramos hacia la nada
que nació de nosotros y se alimenta aún de nuestro vacío, y al final lo hará de
todo lo que somos.
Ya la guerra o la muerte, o el
sufrimiento o las penas del mundo, inclusive destinos tan trágicos como el de
la entropía, parecen nimiedades, tan poca cosa en comparación del
inevitable vacío, del que sólo el Flujo, un ritmo ciego e inconsciente que no
ofrece garantías, nos puede salvar.
Mi fe en el Flujo es lo único que me
queda, haga lo haga aquí o en “El Otro lado”, yo o cualquiera, dejará de sentido
si descendemos a la oscuridad, ya que si eso ocurre nos esfumaremos como un
suspiro, nuestra existencia fenecerá impíamente, no habremos nunca sido nada,
nunca jamás. Entre el ojo y las garras de Silbán la humanidad no fue, el ser no
es, y todos somos nada.
F
I N
Antonio
Arjona Huelgas
23
de octubre de 2017
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