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lunes, 23 de octubre de 2017

Lo que no es



La guerra no es el peor mal de la humanidad, más bien una consecuencia de éste, o tal vez sólo una consecuencia lógica ante la naturaleza mezquina de las personas, en todo caso resulta en algo contraproducente en la vida de las personas, la naturaleza y la estabilidad social. Se volvió una moda tras las Guerras mundiales, del periodo llamado por algunos como Guerra civil europea, hablar de ella como un cáncer que detiene el progreso, a la fecha. Por otro lado, la crítica por parte de los representantes de la Escuela de Frankfort evidencia que la propia guerra es resultado del progreso y la modernidad, también lo son la burocratización de la vida, la pérdida del valor del hombre en favor del desarrollo tecnológico, la instrumentalización de la vida humana y una decadencia que parece conducir a escenarios distópicos de diferentes índoles; aunque si hablamos de un caso literario cercano a la realidad, cabría mencionar el de Un mundo feliz de Aldous Huxley. Lo anterior parece reforzarse ante la palpable evidencia de que el progreso tecnológico se ha visto favorecido por las guerras, incluso en inventos provechosos para la humanidad que van desde la informática hasta la medicina, inclusive las ciencias sociales que son forzadas a enfrentar realidades contradictorias. Dadas estas características, la guerra podría resultar benéfica para algunos, o un mal menor. A fin de cuentas, a pesar de las opiniones actuales y la ingenuidad de genios como Einstein con respecto a éste problema, parece que ciertas consideraciones de Hegel han sido más acertadas pese a ser a su intención de justificar el Estado prusiano. Así, bajo ésta lógica, pero más en contra de la barbarie bélica, la filosofía benjaminiana ha tenido aciertos significativos.
            A mi parecer, el conflicto parece algo propio del ser humano, la injusticia, la necesidad de someter de forma física, retórica o simbólica, son sólo un elemento más de los humanos. Es posible que lo mejor sea desapegarnos de cualquier identificación con nuestra especie, a menos que tengamos un alto grado de optimismo, ingenuidad o rebeldía que nos permita sobrellevar nuestra condición. Claro, también está la opción de abrazar la realidad, lo que parece una locura, aunque, después de todo ¿Qué no todos cargamos con un poco de ella? Somos humanos ¿no? 
                 Al menos eso creo.
            Di muchas vueltas para ir hacia el punto de lo que pretendo contar, tanto que apenas recuerdo a qué iba, más no lo hice, y no ha sido en balde lo dicho hasta ahora. Los humanos viven en constante contradicción, tanto que la hipocresía y la incongruencia son en extremo comunes, al punto de que todos caemos en ellas, unos más, otros menos, se vuelve algo casi indispensable al socializar. Bien lo dijo alguna vez Freud durante un intercambio de correspondencia con Einstein, tal vez la guerra sea algo natural en el hombre. No lo sé, la propia naturaleza manifiesta caos y conflicto hasta en sus aspectos más elementales. 
             Lo que nos trae aquí, la historia en cuestión, de hecho, nos lleva a la observación de lo natural, o de lo profundo de la naturaleza.
            Todo empezó durante mi infancia tardía, cuándo mis ojos y mente adquirieron la capacidad de ver luces y sombras que yacían en el fondo de las cosas, por así decirlo, como si viera otro lugar con distinta lógica y leyes. Difería notablemente de los efectos de la luz en nuestros ojos, que produce curiosos colores o rastros de luz cuando cerramos nuestros párpados, lo que ofrece un personal espectáculo de luces violáceas o verdosas,  amarillas o rojizas. El sitio al que osé llamar “El Mar de luces” estaba poblado por destellos tan intensos como el sol, con formas semejantes a las fotografías de galaxias o nebulosas tomadas por satélites o telescopios potentes. Cada uno brillaba tal y como si se estuviera parado en el sol, con su brillo envolvente. Todas esas formas refulgían, vibraban, se juntaban y dispersaban, se transformaban y fluían, y… no sé cómo expresarlo con precisión, pero realizaban todos estos movimientos a la vez a través de una forma de movimiento que las intercalaba o les daba… ¿Dirección? O tal vez sólo los unía. Esto ocurría fuera de tiempo, es cómo si cada una de las luces conllevara todas sus posibilidades en un mismo sitio o instante, atemporales en realidad. Cada una tiene su propio “movimiento”, su figura o manera de refulgir, ninguna se repite. De hecho, aunque hablé de las luces como “formas”, tal concepto no haría justicia a lo que eran, a lo que son, y no creo que exista concepto alguna que lo haga.
            En fin, las luces están vinculadas de forma profunda al mundo y todos sus componentes, incluyendo los seres vivos, y por lógica a los humanos. Cada luz se puede vincular a una persona, a un conjunto de ellas, a cosas nanométricas o inconmensurables como el planeta entero, o más allá. No hay un patrón, al menos ninguno que haya podido detectar. Y a pesar de todo “El Otro lado” siempre parece exceder el mundo, a la realidad material. No es que se trate del mundo platónico de las ideas o algo semejante, “El Otro lado” tiene cierta cualidad material, y excede, a su vez, cualquier idea. No sé con exactitud qué sea, ni su razón de ser, aunque es muy probable que nuestro mundo sea en función del “Otro lado”, al igual que las ideas y percepciones. Podría ser una metafísica en tanto que excede todo lo material, pero de igual forma lo abarca, contiene todo lo físico, y esto, todo el universo en el sentido más amplio imaginable de la palabra, es apenas lo  más ínfimo en el Flujo, es menor a la fracción más corta del segundo, de la partícula subatómica, y con ello estoy seguro que sobreestimo al universo.   Lo más cercano al “Otro lado” son, tal vez, los sueños.
            A los humanos les ocurre algo muy curioso, ya no sólo forman parte sin saber del “Otro lado”, los vivos son luces inmóviles que son arrastrados ante el flujo de todas las cosas, en el que el tiempo mismo es una piedra más, mientras los muertos se mueven entre aguas, más nunca contra la corriente. No es posible ir contra el Flujo, todo y todos somos en él. En todo caso, todo ser vivo emana, en ocasiones, una especie de oscuridad móvil. Ésta si puede sortear los rápidos, al igual que los muertos, más a diferencia de estos, las oscuridades devoran la luz, como un agujero negro.
            Los símiles astronómicos han sido sobreexplotados en la literatura, el cine, la música y todo aspecto de la cultura actual, ilusionada por los avances científicos, así como autores aficionados, que, dadas las condiciones, suelen rayar en la vulgaridad y el sin sentido, en exageraciones vanas. No obstante, el uso que he dado de ellas, tratando de no caer en un error común, ha sido necesario, y muy a mi pesar insuficiente.
            Retomando la frase del inicio “la guerra no es el peor mal de la humanidad”, es una afirmación que tiene sentido tras conocer lo que los humanos emanan en “El Otro lado”: oscuridad infinita. Su efecto en el mundo real se manifiesta en el interior de las personas, y siempre ha estado ahí, pues la oscuridad, en este caso, es atemporal. Me atrevería a decir que todas las desgracias tienen una causa material, debido a que en “El Otro lado” no son más que una variación de tono y brillo, pero la oscuridad es la nada, la muerte absoluta.
            Las oscuridades se mueven, extienden y devoran, no viven pero perciben, algunas conocen cosas y susurran y se arrastran entre los hilos del mundo. Los únicos que las perciben y logran mantener distancia son los muertos, pues los vivos estamos inmóviles, inertes en un sueño que nos impide escapar. En lo que llamamos sueños, Hipnos y Tánatos guardan la llave para evadir la oscuridad, no hay otro escape. Aun así el éxito en tal objetivo es poco probable. Tras años de sentir “El Otro lado” conseguí moverme a través de él, y me introduje en una luz errante y gigantesca, de color rojo brillante, atractiva, rastros de miles de colores giraban en su interior y otros dibujaban líneas infinitas, era bella sin lugar a duda, tan bella, tan grandiosa, tan impresionante.
            Sin embargo, su interior, lo más profundo, era el abismo. Millones de muertos habían sido engañados y atrapados, como un objeto en el espacio atrapado por la fuerza gravitacional de un agujero negro masivo, y los vivos habían sido atrapados sin saber en su órbita. El núcleo de la cosa era la oscuridad infinita y eterna, de la que ni siquiera la muerte podía liberar.
            La cosa devoraba la luz, y también se alimentaba de las oscuridades más pequeñas de vivos y muertos. No sé si crecía, ya que no tenía un tamaño tal cual, era infinita por sí misma.
Huí de alguna forma, valiéndome de los muertos, a quienes sacrifiqué en mi ascenso, para no ser atrapado por las sombras. Encontré la forma de valerme de las luces móviles e inmóviles para escapar, por medio de las sombras que yo generaba. La corriente era poderosa, no tuve otra opción. Sacrifiqué más de lo que jamás hubiera deseado.
            Me arrepiento en particular de una, a lo que identifiqué en mi vida, un viejo amigo, una luz conocida, que jamás existió, no tras haber sido arrastrada a la oscuridad. Todo rastro de él desapareció, en su vida, en su hogar, en los recuerdos de la gente, excepto en los míos. Quiero pensar que asimilé parte de su luz, y que esta fracción no desapareció.
            No fue la única persona conocida, pero si la única cercana, contra la que cometí la peor de las traiciones. No quiero hablar de quién era o de quién pudo haber sido, el mundo ha dejado ese lugar desde antes de que hubiera tiempo, y la certeza intemporal se impuso a lo antes sabido. Y nada valió la pena.
            La oscuridad infinita, a la que llamé Silbán por un relato breve que hallé en internet, y que se ajusta a lo que es la cosa, tiene el dominio y la victoria. Poco después de mi exploración funesta, me enteré que la luz de nuestro mundo, en la que todos habitamos, está dominada por una terrible trayectoria, no es más que un títere ciego que se arrastra con lentitud hacia la eterna oscuridad. Me gustaría que el sentido de mis palabras fuese figurado, más todos nosotros nos arrastramos hacia la nada que nació de nosotros y se alimenta aún de nuestro vacío, y al final lo hará de todo lo que somos.
            Ya la guerra o la muerte, o el sufrimiento o las penas del mundo, inclusive destinos tan trágicos como el de la entropía, parecen nimiedades, tan poca cosa en comparación del inevitable vacío, del que sólo el Flujo, un ritmo ciego e inconsciente que no ofrece garantías, nos puede salvar.
            Mi fe en el Flujo es lo único que me queda, haga lo haga aquí o en “El Otro lado”, yo o cualquiera, dejará de sentido si descendemos a la oscuridad, ya que si eso ocurre nos esfumaremos como un suspiro, nuestra existencia fenecerá impíamente, no habremos nunca sido nada, nunca jamás. Entre el ojo y las garras de Silbán la humanidad no fue, el ser no es, y todos somos nada.



F I N


Antonio Arjona Huelgas

23 de octubre de 2017

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