Risas en
el pasillo anunciaron la llegada de los niños, o mejor dicho del resto de los
niños, pues Martí los oía desde el interior del armario donde yacía escondido.
No quería que los otros encontraran su tesoro, su cristal de sangre incrustado
en el anillo de su abuelo. Temía que pudieran robárselo, era lo más preciado
que tenía, además que contenía miles de secretos, miles de reflejos, miles de
voces. A veces creía escuchar entre ellas a sus padres, y a su abuelo, aunque
sólo una vez, hacía pocos meses, seis noches tras su muerte.
Los otros pequeños no eran más que los hijos de su madre adoptiva, a
quienes todavía no tenía mucho aprecio, en especial por lo imbéciles que le
parecían ¿Qué hubiera dicho su abuelo al ver semejantes trogloditas? ¿O sus padres?
No lo sabía, ya no los recordaba, habían muerto cuando él apenas tenía 3 años,
el resto de su vida el abuelo había estado a su lado, y le había enseñado cosas,
como que los niños demasiado tontos y maleducados acabarían sufriendo las
consecuencias de su imprudencia, también que debía proteger su cristal de
sangre de las manos de curiosos e imbéciles. De los primeros por ser
insaciables, y de los segundos por ser lo que eran.
¡Cómo hubiera querido que su abuelo estuviera aún con él! Le hacía tanta
falta. En la calle, en la escuela, en su nueva casa, hasta en su habitación,
con la foto en la que sus padres lo cargaban de bebé y su abuelo acompañaba, en
todas partes estaba solo, muy solo. Ni siquiera frente al anillo del abuelo se
sentía reconfortado, lo había hecho años antes, cuando pensaba en sus padres y
lograba escuchar sus voces en el cristal de sangre. Pero en ese entonces tenía
al abuelo, quién le había enseñado a escuchar las voces tras el espejo, siempre
advirtiéndole que no se esforzara demasiado en atender, pues podía ser
peligroso. Sin embargo, ese día necesitaba oír la voz de su abuelo, de sus
padres, que le dijeran que debía, que podía hacer. Cuando vivían le habían
dicho que debía ser feliz, que la vida era tan bonita y había que disfrutarla.
Su abuelo le aconsejaba de vez en cuando que al momento en que él ya no
estuviera, Martín debiera encontrar a otras personas, otros amigos, otra
familia que le dieran alegría, y que debía proteger el anillo. De hecho, le
hizo prometer que cumpliría con ello. Sin embargo no era feliz, no disfrutaba, la
vida era muy triste, ya no tenía a nadie, y las demás personas eran malas, o crueles,
o tontas, nadie lo hacía sentir mejor. Estaba por completo solo, no había
logrado nada, más que proteger el anillo.
Tras un largo rato, con el oído pegado al cristal creyó escuchar una voz
familiar, al principio creyó que era su abuelo o sus padres jugando, ya que sonaba
como un niño. Por un momento pensó que alguien jugaba con él, que se trataba de
alguien de su familia, pero no tardó en percatarse de que la voz era más bien
semejante a la suya. No supo que pensar, ni que debía sentir, aunque sin duda
estaba confundido.
Recordó entonces las enseñanzas del abuelo, el consejo de no escuchar a
detalle o mirar demasiado la piedra, y las reglas del anillo: 1) Dar una gota
de sangre al cristal para ser su portador, no más, ni una sola. 2) No usarlo frente
a un espejo, ni en lugares en los que se había hecho esto, en especial en la
que había sido la casa de sus padres. 3) No dejar que el anillo fuera usado, ni
mucho menos hurtado, por cualquiera que no fuera él, mucho menos si la persona
no había ofrecido una gota de sangre. 4) Usarlo en soledad, más nunca en
soledad absoluta. 5) Nunca separar el anillo de la piedra. 6) Jamás indagar el
signo grabado en la piedra, ni el nombre tras este, y nunca escribirlo,
pronunciarlo o pensarlo frente al cristal de sangre. E inconcebible hacer las
tres cosas a la vez. 7) El signo es la puerta, y el nombre es la llave. 8)
Encontrar un heredero que protegiera la piedra cuando fuera el momento
indicado. 9) El anillo fue arrancado hace siglos de la mano de su dueño
original, y no debe volver ahí, no importa que pase.
En esos tiempos Martín escuchaba con atención lo que su abuelo decía,
parecía siempre tan sabio y experimentado en la vida, era un hombre que había
aprendido y viajado por el mundo, y tenía una enorme biblioteca, dividida en
secciones, de las cuales la más interesante era la última, que siempre estaba
cerrado bajo distintas llaves, en un complicado mecanismo. El cuarto prohibido.
Recordaba la primera vez que había visto un libro de la esta sección, a pesar
de nunca haber entrado, un volumen de gran tamaño, pesado, y forrado en un
cuero de color semejante al de la piel humana. Ahí el abuelo le había dicho que
no debía hacer caso a los extraños ni sus voces, más cuando estos aparecían en
sitios dónde, se supone, no debían estar.
Sin embargo, la soledad y la curiosidad lo superaron, y no tuvo más que
pegar oído con más atención para entender que decía aquella voz infantil, y
poder hablar con ella.
“¡Oye! ¿Me oyes? ¿Qué pasa, no quieres jugar? Pareces triste y te ves muy
solo”. Martín no pudo explicar cómo el dueño de la voz sabía que estaba
tiste y solo, ni por qué tenía interés en él.
“Martín” Martín se desconcertó
¿Cómo esa voz conocía su nombre? “¿Qué pasa?
¿Se trata de tu abuelo? ¿O de tus padres? No te preocupes, están bien por aquí,
los veo todo el tiempo” Martín miró con sorpresa la piedra, oír nombrar a
su abuelo y sus padres le hizo poner atención al otro, más después de oír que
estaban bien.
“¿En serio?” preguntó Martín, con la esperanza de que el otro le
contestara, lo que no ocurrió tras varios segundos, hasta el momento en que
Martín creyó que no le contestaría. “Por supuesto
¿Dudas de mí? Soy tu amigo ¿No me recuerdas?” Martín no sabía quién era, no
podía recordarlo ni en la lejanía, aunque era cierto que recordaba la voz era
familiar, tanto que había pensado que se trataba de su propia voz con un tono
más infantil, como si fuera su propia voz cuando había sido niño.
“Creo que no te acuerdas ¿verdad?
Es triste. Es verdad que eras muy pequeño, sólo que esperaba que te acordaras.
No importa, lo mismo le pasó a tu abuelo de niño”.
“¿En serio?” La voz había captado el interés de Martín.
“¡Claro que sí! Él y yo somos muy
amigos, los mejores. Me causa tristeza que su nieto esté tan mal ¿No los
quisieras volver a tener junto a ti? ¿A tus padres y a tu abuelo? ¿Dejar de
estar solo?” Era lo que más quería, lo necesitaba. Martín no sólo sintió
esto, también lo pensó.
“¿Puedes hacerlo?”
“Es seguro que sí, sólo necesito
que me traigas uno o dos niños para jugar, a veces yo también estoy muy solo.
Llevo tanto tiempo que no escucho que alguien diga mi nombre, y yo no lo puedo
decir, es un secreto que se me obligó guardar”. En cuanto escuchó esto,
Martín supo que algo iba mal con respecto a esa voz. No le contestó.
“Vamos, por favor, sólo debes decir que sí y todo
estará arreglado, necesito compañía para jugar. O si prefieres escribirlo, como
tú quieras. A cambio verás de nuevo a tu abuelo y a tus padres, y nunca más
estarás solo”. Martín
pensó que si quería, desconfiaba de la voz, pero no importaba, eran sólo dos
chicos o chicas, podían ser un par entre los tantos idiotas que conocía. Quería
decir que sí.
“Me voy” respondió Martín sin saber por qué, por miedo quizá, al recordar
las reglas del anillo. Dejó el legado de su abuelo ahí, sin guardarlo ni
llevarlo. Salió, no sólo del armario o su habitación, sino de la casa.
Necesitaba tranquilizarse y escuchar al viento mover las hojas, o leer un poco
al aire libre. No quería pensar en lo que acababa de ocurrir.
Recordó un par de libros que su abuelo guardaba en el cuarto prohibido,
uno llamado Rojo, a secas, y otro que
yacía en una caja fuerte y del que alguna vez su abuelo le había hablado; el
nombre original provenía de una lengua antigua, pero la traducción era Los graznidos de Silbán. El abuelo le
dijo que este último era el libro más peligroso del que alguna vez hubiera
tenido conocimiento, mientras que Rojo hablaba
del cristal de sangre que coronaba el anillo. De hecho ambos tenían un vínculo
muy cercano a éste. Eso le causó un escalofrío.
Se encontró a su madre adoptiva en el exterior, y ella le dijo que deseaba
pasar un rato a solas con él para que se sintiera bienvenido. Mientras tanto
los niños se quedarían con su padre. Ambos salieron al parque a caminar, vieron
una película, y tomaron chocolate. Por un rato Martín no se sintió solo.
Horas más tarde, después de haberse relajado, Martín y quién la mujer
adoptó descubrirían a su padre adoptivo llorando en un rincón, así como la casa
en penumbras y una patrulla en la entrada. En la habitación del chico, al pie
del armario, habían encontrado la ropa de los chiquillos a los que horas antes
Martín había repudiado, vacía, arrugada, y dos gotas de sangre, una de cada
uno, al pie del sitio donde yacía el anillo, que no había sido recogido por la
policía.
Martín no dudo en tomar el objeto y guardarlo en la caja de ónix en la
que su abuelo solía esconderlo.
Pasó un mes y los niños no aparecieron, jamás lo hicieron. Martín fue
devuelto al orfanato, dónde no pasó mucho tiempo para que una tía lejana lo
encontrara y tomara su custodia. Ahí recibieron las cenizas de los padres y del
abuelo de Martín, que se mantuvieron en jarrones colocados en un pequeño altar
improvisado, con motivos religiosos, en honor a su memoria. Martín no volvió a
estar solo.
Por otro lado, la madre adoptiva se suicidó ahorcándose, un par de
noches tras la muerte de su marido en un sospechoso incidente causado por los problemas
estructurales en una construcción que se derrumbó tras un evento en el cual el
número de personas superó la capacidad del malhecho edificio. Todos ahí
murieron.
Al enterarse Martín, años más tarde, del destino de la mujer, se sintió
consternado y muy triste, después de todo se habían llegado a querer en ese
tiempo en que los niños habían desaparecido y Martín y su madre adoptiva se
acercaron como nunca antes, y no lo volvería a hacer.
Martín recordaba haber encontrado el anillo manchado por la sangre de
los niños aquel día tan extraño, que a pesar de ser una evidencia importante,
la policía jamás lo vio, ya que, quizá, el anillo no quiso ser visto. Martín no
volvió a usarlo para comunicarse con los muertos, ni siquiera lo sacó de su
caja. Incluso tal artefacto acabó en el mismo sitio que el extraño libro Los graznidos de Silbán, en la caja
fuerte del cuarto prohibido en la biblioteca del abuelo, heredada a Martín por
medio de un testamento, y abierta tras varios años cuando el chico se volvió
mayor de edad. Estuvo así un día y no más, al salir del cuarto prohibido Martín
tenía una expresión de horror y desconcierto como nunca antes se le vio en su
vida. Nunca habló del por qué, ni volvió a mencionar el tema del anillo. Sin
embargo, a veces pensaba en él y soñaba con las voces del cristal de sangre,
con cámaras oscuras, plumas de cuervo y lugares vacíos en los que alguien con
voz de niño reía. Creía entonces que algo no había concluido con la
desaparición de los pequeños, y recordaba con pavor la última regla del anillo,
y rezaba porque no se cumpliera el terrible presagio que dejaba implícito.
Lo curioso de todo era que el deseo de Martín se cumplió, así como el
trato que de forma involuntaria hizo con la voz. Pero ¿Hubiera sido peor si
también aceptaba con su voz o su mano en el papel? ¿Cuál sería la consecuencia
del deseo tomando forma en la realidad? ¿A qué costo?
Es probable que nunca se pueda satisfacer esta duda. Mientras tanto las
estructuras se dañan, los postigos y cerraduras se oxidan con el paso del
tiempo, y por equivocación, una cierta biblioteca abandonada es invadida antes
de ser sepultada.
Antonio Arjona Huelgas
8 de Octubre del 2017